Por la mitología griega sabemos que Midas, rey de Frigia, fue dotado de poderes por Dionisio para transformar en oro todo lo que tocara. Murió de hambre por falta de alimento. En México, en el mundo real, el presidente Andrés Manuel López Obrador fue investido de poder por un sexenio, no más. Sin embargo, en su caso, todo lo que tienta o proyecta se convierte en controversia, en discusión nacional y a veces en ruina. Ocurrió con las reformas educativa, energética, laboral y de seguridad pública. Lo mismo pasa ahora con la propuesta para reformar el sistema electoral.
Es necesaria una reforma para recortar el financiamiento público a los partidos. El año próximo recibirán 6 mil 233 millones de pesos de acuerdo con el anteproyecto elaborado por la Comisión de Prerrogativas del Instituto Nacional Electoral (INE). El organismo también resulta oneroso, pues para 2023 propuso un presupuesto por 14 mil 437 millones de pesos para actividades ordinarias y proyectos específicos. Empero, de ese monto, la Comisión de Presupuesto de la Cámara de Diputados —controlada siempre por el partido mayoritario, ahora es Morena— reasignó 4 mil 500 millones de pesos para programas sociales.
Los partidos deben buscar fuentes de ingresos propios para sostener sus operaciones habituales. Las prerrogativas solo deberían cubrir los gastos electorales, como plantea la iniciativa. De igual modo es necesario reducir el número de diputados y senadores. Estados Unidos, país con 200 millones de habitantes más que el nuestro, tiene menos legisladores. La prioridad debe ser consolidar la estructura democrática. En esa ruta, el INE sustituyó al Instituto Federal Electoral (IFE) cuyo precedente fue la Comisión Federal Electoral (CFE). En el debate sobre la reforma se ha repetido la sentencia del dictador soviético José Stalin según la cual «No importa quién vota, sino quién cuenta los votos». En México durante mucho tiempo los contó el Gobierno.
Cada presidente ha propuesto su propia reforma política y el Congreso la ha autorizado. Hasta la primera parte de la administración de Ernesto Zedillo, cuando el PRI tenía mayoría en las cámaras de Diputados y de Senadores, la aprobación casi era automática. Pero a partir de los Gobiernos divididos, los cuales comprendieron la segunda mitad del sexenio de Zedillo y los periodos completos de Vicente Fox, Felipe Calderón y Peña Nieto, los cambios a la Constitución tuvieron que negociarse con las oposiciones. Morena y los partidos en su órbita tienen mayoría absoluta, pero no los votos suficientes para modificar la ley fundamental del Estado.
Las modificaciones impulsadas por el presidente López Obrador son apoyadas por amplios sectores —de acuerdo con una encuesta del INE— e impugnadas por otros como pudo observarse en las manifestaciones masivas de este domingo. Lo que preocupa es el contraste con dos reformas previas de gran calado. La promovida por Jesús Reyes Heroles en 1977 para dotar al país de un sistema multipartidista, base de la transición democrática. Y la de Ernesto Zedillo, de 1996, a partir de la cual el IFE logró autonomía y libertad plenas al dejar de estar bajo la férula de la Secretaría de Gobernación
Las instituciones no son inmutables y así lo demuestra la historia, incluso la del propio órgano electoral (primero CFE, después IFE y ahora INE). El presidente tiene facultades para promover una nueva reforma; y los partidos y la ciudadanía, la obligación y el derecho de oponerse a ella si socava la democracia. Las posturas irreductibles, sin embargo, no conducen a ningún sitio. Los equilibrios son necesarios para evitar la concentración del poder en el presidente y en los partidos, pero también es imperativo poner límites a los grupos de presión.