Me llamó la atención escuchar el otro día en la radio un debate sobre si podía sancionarse al trabajador que rehúsa presentarse o personarse en las malditas comidas y cenas de empresa.Y existía cierta controversia, como si no fuera mucho más honesto ausentarse de este drama hipócrita que acudir a él. Habría que premiar a los trabajadores refractarios al rito prenavideño.Y habría que aprovechar este antecedente para ausentarse igualmente de las comidas y cenas familiares. Más todavía cuando el alcohol interviene como el suero de la verdad y facilita que se precipiten las reyertas.Me alegró leer en El País un reportaje que aludía precisamente al efecto estresante de las fiestas navideñas, a la manera en que somatizamos las obligaciones, los compromisos, llegando a padecer crisis psicológicas que se manifiestan desde noviembre.
Porque hay que jugar a la lotería. Porque hay que acostumbrarse a las letanías agudas de los niños de San Ildefonso. Porque hay que irse de farra con los compañeros de trabajo. Porque estamos obligados a reencontrarnos con los familiares remotos. Porque hay que comerse las 12 uvas en tiempos olímpicos. Porque hay que ahogarse con los polvorones. Porque hay que escribir y responder mensajes de felicitación. Y porque hay que someterse al amontonamiento de los centros comerciales, a la sugestión de los regalos, al amanecer zulú del primero de año y a la obligación de pasártelo bien, precisa o curiosamente cuando se dan todas las circunstancias y condiciones que contraindican la dicha y la felicidad.Así que os deseo feliz año viejo a todos, para que no incurráis en los errores de siempre. Y recordad lo que decía Miguel Ángel Aguilar dando la vuelta al tópico: como fuera de casa, en ningún sitio.