La Juventud Monárquica Española, la célebre Jume, era una agrupación política que en los años cincuenta del siglo pasado se dedicaba a hostigar al dictador Franco y a defender al Rey de derecho, exiliado en Estoril, Don Juan. Estaba formada por universitarios, pero disponía en sus filas de un obrero que se llamaba Joaquín y que agradecía con su entusiasmo el trato deferente que su padre había recibido del Rey Alfonso XIII. Los dirigentes de la Jume cuidaban con especial esmero al obrero monárquico, le sentaban en primera fila en los actos y conferencias, le colocaban en lugar preferente en los almuerzos y presumían de su afiliación. Un desgraciado accidente de coche terminó con la vida del obrero monárquico. No se encontró sustituto.
A mí me parece que la mujer en la Academia no debe desempeñar el papel del obrero monárquico en la Jume. La mala conciencia de tres siglos de misoginia no se lava eligiendo de uvas a peras a una mujer como si eso fuera excepcional, cuando Ana María Matute, Margarita Salas y Carmen Iglesias, por ejemplo, honran con su calidad a la Corporación. En mi opinión, durante los próximos diez años de cada tres académicos que se elijan dos deben ser mujeres. No creo en la memez esa del estólido sistema de cuotas. Pero hay que abrir paso a la mujer que se abre paso y en la sociedad española, en general, y en la república de las Letras, en particular, la presencia destacada de las féminas es un hecho incuestionable. Basta sacudir el árbol de la Literatura para recoger docenas de frutas maduras.
Filólogas como Inés Fernández Ordóñez, Violeta Demonte o Ángeles Álvarez estarían en la Academia con autoridad. Ana Diosdado, Paloma Pedrero, Angélica Liddell, Ana Zamora, Luisa Cunillé o María Manuela Reina son dramaturgas que se han alzado por calidad y méritos en los primeros lugares de la escena española.
Clara Janés figura hoy en las cumbres de la poesía actual. Y con ella están, María Victoria Atencia, Olvido García Valdés o la jovencísima Carmen Jodra que conserva todavía el sabor de las moras agraces. Las novelistas de calidad vertebran la Literatura española: Josefina Aldecoa, Soledad Puértolas, Belén Gorpegui, Carmen Riera, Lola Beccaría, Ester Tusquets, Cristina Fernández Cubas, Almudena Grandes, Adelaida García Morales, ángeles Caso… No voy a cansar al lector citando a científicas, filósofas, historiadoras, ensayistas, aunque no quiero dejar de apuntar un nombre extraordinario: Adela Cortina. Y, por supuesto, en el Periodismo actual, al margen de los escapularios ideológicos, media docena de mujeres no tendrían nada que envidiar a lo que representamos hoy en la Academia Juan Luis Cebrián o yo mismo.
La justicia exige decir algunas cosas que pueden resultar sorprendentes. La Real Academia Española es hoy desde el punto de vista técnico la primera empresa de vanguardia en España. Tecnológicamente está a la última. Casi 500 millones de personas obedecen lo que en la Casa se decide, en colaboración profunda con las veintidós Academias de las naciones de habla española, gracias a la gestión de Fernando Lázaro Carreter y Víctor García de la Concha. El gran riesgo de nuestro idioma -que se quebrara su unidad- ha sido superado por la visión de Dámaso Alonso y Lázaro Carreter y por la actividad incansable de García de la Concha. La Real Academia Española es hoy la modernidad, la eficacia, el sabio empleo de la nueva tecnología, la abrumadora presencia en internet.
Sólo una espina entre tantas rosas. Falta la palabra hembra. La presencia de la mujer resulta insuficiente si se tiene en cuenta la nueva realidad social de España. Y eso no se arregla con la elección de una mujer aislada como coartada de algo que supone un grave error. La próxima década debe presidir la incorporación creciente de la mujer a las tareas académicas. Las nuevas Pardo Bazán, María Zambrano, Carmen Martín Gaite o María Moliner no se pueden, no se deben quedar en los tinteros de la Academia, en el zaguán de la Casa, en las alcancías de una misoginia absurda y desnortada, tan sota, tan áspera, tan seca… l