El presidente Andrés Manuel López Obrador resumió desde un principio la estrategia de seguridad de su Gobierno en tres palabras: «Abrazos, no balazos». Frente a las políticas de exterminio seguidas por Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto —aplicadas también por alcaldes y gobernadores—, la propuesta consistía en dejar de combatir al crimen a sangre y fuego y de cebarse en los sectores económicamente débiles. En el ocaso del Gobierno obradorista, la violencia es todavía el pan de cada día. Las masacres no proceden ahora del Estado como las ocurridas en Tlatlaya, Apatzingán y Tanhuato. Las ejecuciones extrajudiciales y las detenciones arbitrarias se normalizaron en los sexenios de Calderón y Peña.
Según el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP) los homicidios dolosos disminuyeron 20% entre 2019 y 2023. La cifra choca con la realidad, pues la mejoría no se percibe todavía. Menos aun cuando la nota roja plaga los medios de comunicación y las redes sociales. Rosa Icela Rodríguez, secretaria de Seguridad y Protección Ciudadana, dice que la estrategia de la 4T logró revertir la tendencia alcista observada en los Gobiernos de Felipe Calderón (192%) y Peña Nieto (59%). La tasa de homicidios se redujo a 12 por cada 100 mil habitantes en el semestre enero-junio de 2023 (Inegi, 23.01.24).
No obstante, la gestión de AMLO pasará a los anales como la más cruenta de la historia. En su administración se han registrado 180 mil 609 asesinatos, con una tendencia a la baja en el último trienio (TResearch, con datos del Inegi y SESNSP). De acuerdo con la agencia especializada en estudios de opinión, el sexenio de Peña Nieto cerró con 156 mil 066 casos y el de Calderón con 120 mil 463 (Infobae, 04.03.24). Tras el pico de 36 mil 773 muertes observado en 2020 (marcado por la pandemia) la curva empezó a declinar en 2021 (35 mil 700). El nivel más bajo de los siete últimos años (30 mil 529) corresponde a 2023. En bimestre enero-febrero ocurrieron 4 mil 658 defunciones por homicidio.
Frente a la estadística irrefutable, el presidente López Obrador reconoce su sexenio como el más violento de la historia. No por el fracaso de la táctica de atacar la violencia por otras vías (programas sociales y nuevos cuerpos de seguridad), sino por la degradación de las instituciones. «El país estaba en bancarrota (…), ni siquiera era una crisis, era una decadencia (…) y frente a una decadencia, lo único que debía hacerse era llevar a cabo un proceso de transformación: arrancar de raíz a la corrupción y eso no les ha gustado a los que antes se sentían dueños de México y son los responsables de la tragedia nacional». AMLO atribuye ese legado a sus antecesores por crear organizaciones cuya influencia se consolidó a causa de la impunidad y complicidad de funcionarios como Genaro García Luna, secretario de Seguridad Pública en el Gobierno de Felipe Calderón (El Universal, 01.06.23).
La estrategia de combatir la violencia con menos disparos puede no ser un fiasco en redondo, como afirman los detractores de AMLO. El país no ha regresado a los colgados en los puentes, al terror en las ciudades ni a la barbarie y sevicia que estremecieron al mundo y han inspirado tantos seriales. Sin embargo, la paz prometida por el presidente en su campaña tampoco se ha recuperado. Con todo, las encuestas advierten que la mayoría confía en el presidente. Acaso por los agravios de los Gobiernos de Peña y Calderón, por la manera como la 4T afronta la hidra del crimen o porque apoya la continuidad de un proyecto político que, en medio de grandes resistencias, busca un cambio real y no cosmético. De otra manera no se entiende que a un mes de terminar su mandato AMLO tenga una aprobación del 73% de acuerdo con Enkoll-El País (23.04.24).