La educación no es el asunto favorito del presidente López Obrador. Si una máquina registrara el número de veces que menciona cada palabra, tren maya, corrupción, pobreza, aeropuerto, Juárez o Madero estarían entre las ganadoras. Educación no. Mañanera tras mañanera, es inusual que se detenga en eso, por más que la titular de esta área, Delfina Gómez, recite algunas cifras los martes.
Pero la comunidad educativa no está callada. Tremendo ruido hicieron, hace unas semanas, cuando se conoció el fin del modelo de Escuelas de Tiempo Completo, el que favorece a las familias más pobres porque permite que el alumnado permanezca más tiempo en el centro, formándose, divirtiéndose y alimentándose comme il faut, en lugar de estar en la calle pateando piedras, la versión más benevolente de lo que puede ocurrir en uno de esos barrios de marginación y violencia. Ahora frenada su eliminación por los tribunales de forma cautelar, las madres (muchas solteras) y los educadores (que completaban su salario con este programa) esperan que el programa vuelva a las aulas.
La educación no es el tema. La izquierda se duele de que este Gobierno pasa de puntillas por una materia que debería ser crucial en cualquier revolución, y así se ha planteado el presidente su mandato. Un gobierno de izquierdas sabe que la formación en equidad es crucial para el desarrollo de un país, no solo en su productividad, sino en su calidad democrática.
Las quejas de la izquierda tienen su correlato en la satisfacción de la derecha, que enarbola como un triunfo algunos elementos significativos que aún perviven de la gran reforma emprendida en el sexenio de Peña Nieto, más ambiciosa en su diseño. No ha ocurrido lo mismo en este mandato de la 4T. La gran transformación del sistema educativo puede perder el tren.