Los 31 millones de mexicanos que votaron por Andrés Manuel López Obrador hace seis años no lo hicieron para que las cosas siguieran igual, sino por un cambio de sistema. De lo contrario la mayoría habría optado por el PRI o reinstalado al PAN en la presidencia. Sin embargo, ni uno ni otro tenían nada nuevo por ofrecer, excepto conservar el statu quo. Acción Nacional desaprovechó la oportunidad para trascender. Vicente Fox y Felipe Calderón faltaron a sus promesas de combatir la corrupción y el segundo inició además una guerra cruenta e inútil contra el narcotráfico. El retorno del Revolucionario Institucional al poder, con Peña Nieto, solo sirvió para demostrar que su nueva versión era peor que la anterior.
Los mexicanos tampoco votaron para que las cosas fueran a peor, es cierto, pero se atrevieron a asumir riesgos consustanciales a la democracia, una de cuyas reglas consiste en que, si un partido no funciona, en la siguiente vuelta puede elegirse a otro Gobierno. López Obrador no polarizó al país. Lo que hizo fue evidenciar una realidad oculta: frente a la desigualdad social, un sistema de privilegios basado en componendas; frente a un bipartidismo vacuo y una ciudadanía excluida de las decisiones políticas, una clase dirigente cada vez más poderosa; y frente a un Estado débil, grupos de presión fortalecidos. La polarización es actualmente un fenómeno mundial y México, para bien y para mal, forma parte del conjunto.
A la democracia se le exige hoy día demasiado, y cuando las mayorías no ven resultados, desesperan. Sin embargo, no se la debe tomar por la panacea universal, sino por lo que es: un sistema de Gobierno imperfecto, pero preferible siempre a la más acabada de las dictaduras. México tuvo ese carácter hasta bien avanzado el siglo XX. Uno de los efectos positivos de la apertura de nuestro país al mundo fue la alternancia en el poder. La presidencia imperial, al igual que la mayoría de las monarquías, terminó por fenecer. Como en otros aspectos de la vida moderna, nuestro arribo a la democracia resultó tardío. Esa es una de las causas por las cuales aún no se comprenden muchas cosas y otras provocan escándalo: el debate político encendido, la libertad de expresión, la crítica y aun el escarnio al presidente, antes intocable.
Como parte de las campañas de miedo contra López Obrador en 2006 se esparció el rumor de que México sería en pocos años otra Venezuela. La democracia no vive en el mundo sus mejores días porque los políticos la desprestigian y porque la ciudadanía se abstiene de participar y la mayoría de las veces la reduce al acto de votar. En Venezuela, la corrupción política y económica llevó a la destrucción de uno de los países más ricos del planeta en recursos naturales. Hugo Chávez y un grupo de militares capitalizaron el descontento causado por la aplicación de medidas impopulares impuestas por el Fondo Monetario Internacional y en 1992 intentaron derrocar al presidente Carlos Andrés Pérez. Los golpistas fallidos permanecieron en prisión hasta 1994 y cuatro años más tarde Chávez llegó al poder por la vía de las urnas. Una vez en la presidencia reformó la Constitución para reelegirse indefinidamente.
En México, lo mismo que en Venezuela y en países con democracias sólidas (Estados Unidos, Reino Unido, España y Francia), una partidocracia venal y obsoleta, modelos económicos injustos, Gobiernos subordinados a las élites y sociedades agraviadas son el caldo de cultivo para que surjan movimientos antisistema y líderes disruptivos. Morena y López Obrador son producto de esa realidad. Las elecciones del 2 de junio brindan la oportunidad de variar o mantener el rumbo. Nuestro país es una democracia a pesar de todos sus bemoles. El voto mayoritario, libre y secreto, es el mejor antídoto contra cualquier guerra sucia.