La presidencia imperial fue siempre refractaria a todo cambio que amenazara su existencia. El voto y la participación femenina en la política representaban un riesgo y los eludió cuanto pudo, pero aun la dictadura más perfecta tiene fecha de caducidad, máxime cuando la ciudadanía se moviliza y la comunidad internacional apoya. El Tratado de Libre Comercio con la Unión Europea de 1997 incluyó cláusulas que comprometían a México con la democracia y el respeto a los derechos humanos. Ese mismo año entró en vigor la reforma político-electoral del presidente Ernesto Zedillo, la cual dio como resultado el primer Gobierno dividido al perder el PRI la mayoría en la Cámara de Diputados, además de la jefatura de Gobierno de Ciudad de México. Tres años después, el país viviría la primera alternancia en el poder.
La presión social y de Naciones Unidas influyó también para que México reconociera el derecho de las mujeres a votar y ser electas. El primer proceso donde participaron fue el del 3 de julio de 1955, para renovar la Cámara de Diputados. De un Congreso compuesto entonces de 162 escaños, cuatro féminas resultaron elegidas: Remedios Ezeta, Margarita García Flores, Guadalupe Ursúa y Marcelina Galindo. El entusiasmo femenil se reflejó en las urnas, pues la votación se duplicó, de tres a seis millones, con respecto a la elección de 1952. El camino para llegar a ese punto estuvo sembrado de obstáculos. Los primeros pasos los dio la revista femenina Violetas del Anáhuac en 1887, en los albores de la dictadura porfirista, con la cual mantuvo buena relación.
Las mujeres obtuvieron la ciudadanía en 1937 por una reforma del presidente Lázaro Cárdenas. Diez años después pudieron votar y ser candidatas, pero solo en elecciones municipales de acuerdo con las modificaciones al artículo 115 constitucional promovidas por el presidente Miguel Alemán. En su campaña presidencial Adolfo Ruiz Cortines se comprometió a extender ese derecho para que sufragaran en los procesos federales y también fueran elegidas, lo cual ocurrió a partir de 1955. México fue uno de los últimos países en reconocer la ciudadanía femenina. Sin embargo, aún había múltiples obstáculos por vencer, pues los partidos las relegaron; y cuando el cerco se empezó a cerrar, crearon fórmulas para mantener el predominio de los hombres en la mayoría de los cargos electivos (diputados, senadores, alcaldes y gobernadores).
Para acabar con la simulación y frente a la presión de los movimientos feministas, en 2014 se aprobaron reformas para elevar a rango constitucional el principio de paridad de género en todos los cargos de elección popular. Así
pudo lograrse el primer congreso paritario (hoy las mujeres son mayoría en el Senado y ocupan casi el 50% en la Cámara baja, además de diez gubernaturas). Con esa palanca, en 2019 se introdujeron nuevos cambios a la ley fundamental del Estado para extender la igualdad a los poderes Ejecutivo y Judicial, a los tres órdenes de Gobierno y a los organismos autónomos (Banco de México, INE, CNDH y UNAM; los tres primeros son encabezados por féminas).
El culmen de este largo proceso será la elección, el 2 de junio próximo, de la primera jefa de Estado y de Gobierno: Claudia Sheinbaum (Morena) o Xóchitl Gálvez (PAN-PRI-PRD), cuya visión y proyecto son opuestos. La decisión corresponderá a los mexicanos según el país que deseen y la evaluación de las candidatas y de sus propuestas. En este caso, como en los precedentes, el desempeño del presidente de turno y las condiciones del país influirán en el ánimo de los electores. Ronald Reagan dice en su autobiografía Una vida americana que si la economía marcha bien y se refleja en el bolsillo de los ciudadanos, votan por el mismo partido. El republicano fue electo para un segundo periodo y su partido volvió a ganar con George H. W. Bush.