No podrá negarse la pulsión autodestructiva del fútbol en la saturación del calendario y en la capacidad para relativizar la importancia de sus propios acontecimientos. Y no pueden compararse los entorchados de una Eurocopa con una final de la Liga de Naciones, pero el contratiempo de los penaltis contra Portugal tanto malogra el ciclo virtuoso de nuestra selección como desluce la victoria de hace un año contra Francia.Es el mismo contexto en que sobreviene ahora el absurdo y extemporáneo Mundial de clubes. Llamémoslo mejor mundialito. En su acepción restrictiva y diminutiva. La temporada tenía que haber terminado con la final de la Champions, pero resulta que el PSG se encuentra en la tesitura de revalidar el título fuera de lugar -Estados Unidos- y contra natura.Que se lo digan a Xabi Alonso. Y al disparate que supone liderar su nuevo proyecto sin tiempo siquiera de haber aterrizado. Y constreñido a evitar el pecado original de su legislatura. Este Madrid no es su Madrid, pero Xabi está obligado a defender su fama y su reputación planetarias, igual que Simeone aspira a encubrir en USA una vulgarísima temporada.No disputan el mundialito el Barça, ni el Liverpool, ni el Nápoles. O sea, no lo hacen los campeones de las ligas española, inglesa ni italiana, pero sí concurren absurdos equipos de Nueva Zelanda, de Sudáfrica y de Arabia.Es la manera con que la FIFA le declara la guerra a la UEFA. Y la concepción de un torneo dopado que los clubes aceptan por dinero; que dilata la temporada hasta el disparate; y que sorprende a los futbolistas exhaustos, a punto de lesionarse y en estado mental de vacaciones.La paradoja de este mundialito consiste en que los clubes citados en la patria de Trump tienen mucho que perder y casi nada que ganar.Lo llaman Mundial de Clubes, pero en realidad es una convención de multinacionales disfrazada de gesta deportiva. Una comedia itinerante, sin alma ni misterio, al mando de un burócrata que no pudiendo ser infante se llama Infantino.
