La mayoría de los expresidentes ingresan a la vida post Oval con cicatrices y remordimientos. Algunos se dedican a la pintura; algunos se inclinan hacia la expiación. “Todos tenemos penas”, como dijo Jimmy Carter. Las bibliotecas, las fundaciones y filantropías, incluso las memorias, sirven tanto de explicación como de expiación, mientras sus legados se asientan y endurecen.
Dicho servicio público ha sido más la regla que la excepción de los expresidentes modernos, por lo que se convierte en una norma más que Trump rompe al entrar en su tan esperada temporada de responsabilidad legal. Que él sea el primer presidente acusado es histórico y predecible.
Las probabilidades de que Trump viera su puesto como una oportunidad de servir al bien público nunca fueron grandes, ya que no había visto la presidencia de esa manera. Nunca demostró que sintiera el peso del cargo y sus funestos deberes; era más un centro de ganancias, una plataforma para extorsiones y golpes de ego.
El escándalo del paso de Donald Trump por la vida pública radica tanto en lo que ha hecho como en lo que ha dejado de hacer: tanto poder para hacer el bien, desplegado en cambio para dividir y vencer.