La frustración que sienten ahora millones de mexicanos por la derrota de su candidata presidencial Xóchitl Gálvez, en un proceso abierto y democrático, la experimentaron antes legiones de compatriotas cuyo voto les fue arrebatado para sostener un sistema y una hegemonía partidista ya caducos. El odio cerval por el presidente Andrés Manuel López Obrador está cargado de prejuicios y en algunos casos de clasismo, lo cual obnubila la mente. Nadie está obligado a simpatizar con todo el mundo y menos aún con los políticos. AMLO ha cometido mil errores, pero también tiene aciertos. Aristóteles advierte en su Ética nicomáquea: «El alma del discípulo, como tierra que ha de nutrir la semilla, debe primero ser cultivada por los hábitos para deleitarse u odiar las cosas propiamente, pues el que vive según sus pasiones no escuchará la razón que intente disuadirlo ni la comprenderá, y si él está así dispuesto, ¿cómo puede ser persuadido a cambiar?».
«En general la pasión parece ceder no al argumento sino a la fuerza; así el carácter debe estar de alguna manera predispuesto para la virtud amando lo que es noble y teniendo aversión a lo vergonzoso», advierte. Para el padre de la filosofía occidental junto con Platón, el justo medio es la fuerza moral entre dos extremos menos deseables. La posición intermedia entre el exceso y el defecto busca precisamente el equilibrio entre las pasiones y las acciones. López Obrador es un presidente distinto a sus predecesores, en particular a los del periodo neoliberal, distantes de las grandes mayorías y de sus necesidades e íntimos de los grupos de poder.
Antes del ascenso de AMLO a la presidencia México, estaba polarizado por la injusta distribución de la riqueza, la corrupción, la impunidad y la arrogancia, no solo en las altas esferas del poder político sino también del económico. Es el mismo país que Luis Donaldo Colosio veía antes de su asesinato, en 1994, recién iniciada su campaña. López Obrador puso de relieve esa realidad. Habló de los privilegios de unos cuantos a costa de la mayoría. Denunció la complicidad entre las autoridades y las élites. Afrontó a un Poder judicial donde los magistrados y ministros lucran con la justicia y están llenos de soberbia. Denunció el derroche gubernamental en aviones, salarios, prestaciones y lujos pagados por un pueblo pobre.
La retórica de AMLO concitó la ira de los intocables, quienes lo declararon «un peligro para México»; es decir, para ellos, pues se creían dueños del país. Frente a la atonía de las oposiciones y su rendición al Gobierno surgió un líder disruptivo cuya agenda puso en el centro a los pobres. El justo medio aconsejaba buscar el equilibrio entre el exceso y el defecto. Pero no, la pasión cedió a la fuerza y los argumentos se olvidaron. El PRIAN y los grupos de presión perdieron en las urnas de manera rotunda por petulantes y por su desprecio no solo al presidente sino también a quienes creen en él y apoyan su movimiento.
La estrategia era otra. Criticar a López Obrador por sus errores, pero también por sus logros. En el primer caso, sin cortapisas, pero sin condenarlo a la hoguera por quítame allá estas pajas; y en el segundo, sin quemarle incienso. El camino elegido agravó la polarización, signo de los tiempos. AMLO se forjó en la arena política y llegó a la presidencia después de varios intentos y fraudes, como otros dignatarios de América Latina, con un amplio respaldo popular. Puede no gustar, pero esa es la verdad y así se demostró de nuevo el 2 de junio en las casillas. Ganó un proyecto social contrario al de las cúpulas.