Antes de que Andrés Manuel López Obrador profiriera una de sus frases más incendiarias «¡Al diablo con sus instituciones!», muchas de ellas lo habían hecho ya de motu proprio. El enojo del entonces excandidato presidencial del PRD lo provocó el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (y antes el Instituto Federal Electoral) al confirmar la victoria de Felipe Calderón, en los comicios del 2 de junio de 2006, por un margen de apenas 0.56%. A diferencia de Cuauhtémoc Cárdenas, en 1988, cuando el sistema impuso a Carlos Salinas de Gortari después de unas elecciones viciadas, AMLO movilizó al país para denunciar el fraude e iniciar el movimiento que lo convertiría en el presidente más votado y fuerte del país.
Entre las instituciones que se fueron al diablo por su desempeño sobresalen las de procuración y administración de justicia. De acuerdo con el informe 2023 de Human Rights Watch, en nuestro país solo uno de cada 100 ilícitos se penaliza. «Cerca del 90% de los delitos nunca se denuncian, una tercera parte de los delitos denunciados nunca se investigan y menos del 16% de las investigaciones se “resuelven” (en la justicia, por mediación o con alguna forma de resarcimiento), lo cual implica que todas las autoridades resolvieron poco más del 1% de todos los delitos cometidos en 2021».
Dos años antes, el nivel de impunidad registrado por la asociación civil Impunidad Cero (IC) era del 98.86%; la tasa de delitos no denunciados ni investigados, del 93.6%; y la probabilidad de esclarecer alguno entre la denuncia y la sentencia, del 1.4%. En el caso del homicidio doloso, la impunidad rondaba en 87%. Con esas cifras jamás será posible reducir la violencia, cualquiera que sea la estrategia. Para Miguel Ángel Gómez Jácome, maestro en temas de corrupción y gobernanza por la Universidad de Sussex (Reino Unido) y coordinador de comunicación de (IC), el impedimento para vencer la barrera de la impunidad en el sistema de justicia penal estriba en las fiscalías más que en los tribunales (Los Ángeles Time, 16.07.19).
La reforma judicial propuesta por el presidente Andrés Manuel López Obrador y apoyada por Claudia Sheinbaum, quien le sucederá en el cargo a partir del 1 de octubre próximo, debe ser integral e incluir a los ministerios públicos federal y estatales. El cambio es necesario e inaplazable para dotar al país de un Estado de derecho auténtico, basado en el imperio de la ley, la división de poderes, el respeto de los derechos humanos y la legalidad de la administración. Sin ellos, la igualdad ante la ley será una quimera. Hoy la justicia, en la mayoría de los casos, está solo al alcance de quien pueda pagarla. Basta revisar el estatus de la población carcelaria.
En el estudio El derecho humano a una justicia expedita, pronta, completa, gratuita e imparcial, Irma Ramos, José Carlos Herrera y Francisco Javier Cortés, profesores de la Universidad de Guadalajara, advierten: «En México, los tribunales judiciales encargados de la administración de la justicia del fuero común, así como los tribunales federales, son lentos, caros, tortuosos (…) los juicios, procesos judiciales y desahogo de probanzas (…) están muy lejos de ser garantes de una justicia pronta y expedita». Fuera del poder judicial, las oposiciones, los grupos de presión y algunos sectores de la prensa, la mayoría apoya que los ministros, magistrados y jueces sean elegidos mediante voto popular, en procesos donde solo participen expertos y garanticen su independencia. Más que decirlo así las encuestas de Morena, el país reclama justicia para todos y el fin de los cacicazgos.