Una de las características del sistema priista era la renovación de cuadros y liderazgos cada seis años. Cuando el presidente nombraba candidato a gobernador, todo el mundo se alineaba, incluso los poderes fácticos. Oponerse al ungido significaba desafiar al hombre más fuerte del país. A los perdedores de las carreras estatales se les compensaba con posiciones en el Congreso, la Cámara de Diputados o en el gabinete, desde donde se preparaban para la próxima competencia. Los tenaces y disciplinados lograban su objetivo después de dos o tres vueltas. Si en 2005 la sucesión la hubiera resuelto un presidente de la república emanado del PRI, Humberto Moreira no habría despachado en el Palacio Rosa; menos su hermano Rubén, pues el nepotismo era mal visto.
Hasta 1999, con Enrique Martínez, los gobernadores llegaban con su propio equipo: gabinete, alcaldes, diputados y empresarios favoritos. Era una forma de romper con el pasado, sacudir inercias y mirar hacia el futuro. Moreira I gobernó en tándem con su hermano Rubén, quien quitó y puso funcionarios según su conveniencia mientras Humberto soñaba con ser presidente y no reparaba en gastos para conseguirlo. El diario El País lo retrata como «Un populista ebrio de poder (…) enmarañado por su oscura gestión». «Humberto Moreira Valdés siempre adoró dos cosas: bailar y tener poder. Hasta que perdió el ritmo. Hasta que le liaron los pasos. Llamado a ocupar las cumbres de la política mexicana, ha terminado fuera de la pista de baile, sin pareja que lo reclame y permanentemente bajo sospecha…» (Pablo de Llano Neira, El País, 22.02.16).
Al docenio de los Moreira lo caracterizó, además del desorden financiero que tiene sumido al estado en su peor crisis económica, el desprecio por las formas y las instituciones, la rudeza con sus adversarios —políticos, líderes religiosos y periodistas— y la debilidad por sus secuaces. Otro rasgo distintivo del clan fue la instrumentalización de colaboradores provenientes de familias bien. Deslumbrados por el poder, algunos júniores aceptaron puestos relevantes sin imaginar que serían traicionados. No pecaron de incautos, sino de tontos y venales. Los cambios frecuentes en los gabinetes eran para mantener el control y evitar el surgimiento de liderazgos capaces de rivalizar con ellos. El castigo de los abyectos es la humillación. ¿Quién del primer círculo del clan ha sido sentado en el banquillo de los acusados?
En los tres últimos sexenios, los nombres en el gabinete se empezaron a repetir, en distintas posiciones o en las mismas. Igual pasa en el Congreso, donde la reelección permite eternizarse; algunos de los diputados que legalizaron el moreirazo gozan todavía de fuero u ocupan cargos en otras instancias. La historia se repite en las alcaldías. Arteaga es coto de los Durán, no por decisión ciudadana, sino de los Moreira. Los alcaldes son acólitos del nuevo potentado inmobiliario mientras los coahuilenses pagan la deuda, sin que nadie diga esta boca es mía.
El immovilismo político deviene en crisis tarde o temprano. Uno de los propósitos de cambiar de mando en cada sexenio era, precisamente, dar oportunidad a nuevos cuadros y evitar que el poder lo concentrara un solo grupo. Ese principio le permitió al PRI liberar presiones internas y externas y conservar la presidencia y las gubernaturas por tanto tiempo. Después del enorme daño causado a Coahuila, llegó la hora de sepultar al moreirato sin renunciar nunca a la justicia.