La militancia en la radio en la que trabajo -Onda Cero- me ha permitido visitar las instalaciones de Coca-Cola en la sede madre del Vallès (Barcelona). Una ciudad por la que circulan camiones de bandera rojiblanca. Un museo de cristal en el que destellan las botellas afeminadas. Un paraíso de palés en cuyas entrañas se identifican los volúmenes de las latas. Y un mundo de fantasía que emula la experiencia de sentirse entre las páginas o entre las escenas de “Charlie y la fábrica de chocolate”, como decía Rosa Belmonte, compañera de esta fabulosa regresión escolar.
Se me podrá acusar de pelota por suscribir aquí un anuncio no remunerado de Coca-Cola. Podrá pensarse que estoy aquí mendigando un lote de productos. Y que elogiar la Coca-Cola en la sede de Coca-Cola sobrentiende un conflicto de intereses.
Discrepo. No ya porque la universalidad de Coca-Cola –cultura pop, uniforme de Papa Noel y chispa de la vida– trasciende las cuestiones mercantiles, sino porque esta carta a los lectores contiene en realidad un ejercicio de agradecimiento al refresco que más he consumido, que más me ha consumido y que más sigo consumiendo, no digamos desde que han ido prosperando las variantes dietéticas.
Y desde que la fórmula Zero aportaba un sesgo o rasgo de masculinidad a quienes recelábamos no del sabor de la coca cola light, sino de las connotaciones menos viriles que caracterizaron el producto, pese a la hombría de aquel muchacho que hacía salivar a las oficinistas.
No es que Coca-Cola me esté esponsorizando aquí y ahora. Soy yo quien la ha esponsorizado con tantos años de consumo, lealtad y desembolso. Un cliente ejemplar, para entendernos. Y un clásico en cierto sentido.
Porque nunca la he utilizado para desatascar las cañerías ni para curar la gastroenteritis, ya que de cañerías hablamos. No me gusta mezclarla con el alcohol. Ni añadirle una rodaja de limón. Me aconsejó que eludiera el cítrico un ejecutivo de la compañía, de la company. Y me explicó que el limón sustraía el efecto embriagador de las burbujas.
Me gusta la coca-cola on the rocks. Me gusta la coca-cola méxicana, que se elabora con azúcar de caña, tal como sucedía en EEUU hasta hace 30 años, es decir, cuando las subvenciones estatales al sírope de maíz introdujeron una variante en el paladar de los consumidores estadounidenses.
El coloso de Atlanta sostiene que no existen diferencias entre una y otra versión, pero un test de altura realizado entre máximos expertos de refrescos concluyó que un 85% advertía la diferencia y que un porcentaje similar prefería la coca-cola mexicana. Se entiende por tanto el fenómeno pujante de la importación. Y hasta los viajes transfronterizos entre San Diego y Tijuana. Los yanquis de tres o cuatro generaciones comienzan a reconocer que si el video mató a la estrella de la radio, la coca cola mexicana salvó la identidad del sueño americano en la forma y en el fondo.
Mexicano es también mi amigo Jorge Fernández. Magnífico escritor. Y autor de un spot que en realidad nunca ha llegado a escenificarse fuera de los ámbitos domésticos. Se le observa a Jorge solemne, sincero. Y a la cámara con una mirada piadosa: “Mi vida sexual es como la Coca-cola. Primero normal. Luego light y ahora… cero».
Tengo la tentación de facilitar mi dirección postal por si la Coca-Cola Company quisiera agradecerme este homenaje y semejante lealtad con un palé de productos, he dicho palé, aunque lo que realmente agradecería sería acceder al mayor misterio de la humanidad: ¿cuál es la fórmula secreta de la bebida universal?