Rubén Amón nos entrega una crónica romana que, bajo una pátina de erudición y prosa florida, destila una ironía punzante sobre el espectáculo vaticano del cónclave. Su visión del «gran teatro del mundo» en la Plaza de San Pedro no escatima en señalar el choque entre la sacralidad esperada y la profanidad palpable de la era moderna.
Con una pluma que acaricia el sarcasmo, Amón describe un escenario donde la devoción se codea con el turismo masivo, donde los «selfis desplazan el centro de gravedad al propio ego» y los fieles son «suplantados» por una multitud curiosa. No pasa por alto la proliferación de mercaderes, evocando la ira bíblica, ni las terrazas con precios «prohibitivos» para el común de los mortales, aunque condescendientes con la «precariedad» de la profesión periodística. La imagen de los colegas convertidos en «unidades móviles» con sus trípodes y aros de luz, adquiriendo una involuntaria «aureola de santo», es una pincelada cómica que retrata la autogestión y el exhibicionismo de la información en directo.
Amón no se detiene en la superficie. Con una agudeza que incomoda a los bienpensantes, señala el «exotismo predominante» que subordina la fe y cómo las pantallas gigantes degradan la solemnidad del lugar. La abundancia de banderas nacionales le sugiere, con sorna, un ambiente «futbolero» y un «paganismo posmoderno». Su erudición le permite recordar el origen pagano del propio Vaticano, desde la deidad etrusca hasta el obelisco egipcio y la necrópolis con ecos de gladiadores, insinuando que la mezcla de lo sagrado y lo profano no es precisamente una novedad.
La descripción de la chimenea como una «seta de cobre oxidado», símbolo druida que exhala humo «como el tubo de escape de un autobús resacoso», es una metáfora visual potente y desmitificadora. La falsa alarma de la fumata y la posterior dispersión de la multitud, observando el «tótem místico» a través de pantallas gigantes, subraya la naturaleza ritual, casi primitiva, del evento, reduciéndolo a un maniqueísmo de «humo blanco o humo negro».
Es innegable que la verdad que Amón despliega en su columna puede resultar incómoda para quienes prefieren una visión idealizada del Vaticano. Su análisis penetra en las capas superficiales del fervor religioso, exponiendo las dinámicas de un mundo globalizado donde la fe se mezcla con el espectáculo, el turismo y la tecnología. Reconoce, con su mirada perspicaz, esas cosas que a menudo se pasan por alto o se prefieren ignorar: la mundanidad infiltrada en lo sagrado, el protagonismo del ego en eventos supuestamente trascendentales, y la persistencia de un paganismo moderno bajo la apariencia de devoción. Su ironía, lejos de ser una burla gratuita, funciona como un espejo que refleja una realidad compleja y, a menudo, contradictoria.