Aquel verano de 1945, la II Guerra Mundial se encontraba ya en su fase final pero las dos bombas atómicas abrasaron la historia. La trascendencia de su devastación llega hasta nuestros días.
Agosto de 1945: el mundo lleva seis años conmocionado por la mayor hecatombe de todos los tiempos, la guerra que comenzó un ya lejano septiembre de 1939, cuando Hitler invadió Polonia. Hace unos meses que el führer se ha suicidado y el III Reich se ha rendido a los aliados (7 de mayo de 1945): la guerra ha terminado formalmente en Europa, aunque ello no quiera decir, como ha demostrado Keith Lowe en Continente salvaje (Galaxia Gutenberg, 2012), que haya llegado la paz sino la hora de las represalias bestiales y despiadadas.
La situación internacional está lejos de aclararse, pues las hostilidades no se han cerrado aún entre los bandos en liza: en particular, Estados Unidos y Japón siguen en guerra abierta.
Ese es el dilema de Truman: viene machacando de forma inmisericorde a las ciudades japonesas con bombardeos espantosos, pero las fuerzas de Hirohito parecen dispuestas a resistir hasta el último aliento. ¿Cuánto más tiempo y esfuerzo y, sobre todo, cuántas más vidas estadounidenses habrá que sacrificar para conseguir la rendición nipona?
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El dilema se va a resolver por la vía más fácil para los intereses norteamericanos, que será también la más costosa en términos humanos para sus enemigos: usar un arma nueva de características desconocidas que desencadene un pánico invencible y constituya un argumento disuasorio para la resistencia japonesa: el arma nuclear recién descubierta, la bomba atómica. Son elegidas dos ciudades cuyo interés militar era más que discutible, Hiroshima y Nagasaki.
La cuestión esencial era causar el mayor daño posible. A estas alturas de las hostilidades el hecho de que las víctimas fueran civiles inocentes era cuestión que nadie se veía en la tesitura de justificar, tantas habían sido ya las veces en que unos y otros habían incurrido en esas atrocidades en los años anteriores.
El lunes 6 de agosto de 1945 a las 8:15 horas, el B-29 Enola Gay lanzaba la bomba que llevaba el apelativo de Little Boy –un abominable rasgo de humor macabro– sobre el centro de Hiroshima, creando una bola de fuego de más de 250 metros de diámetro y una temperatura superior al millón de grados centígrados.
Unas 75.000 personas murieron en el acto pero otro número similar quedaron afectadas gravemente y fallecieron posteriormente. Tres días más tarde, el B-29 Bockscar descargaba Fat Man sobre Nagasaki, en una acción cuyo evidente paralelismo con la anterior no necesita glosa alguna. La cifra de fallecidos de modo inmediato fue inferior (algo menos de 40.000), aunque también en este caso el número se duplicó grosso modo en los meses posteriores.
El mundo ya nunca será el mismo sabiendo que hay países que tienen esa arma de destrucción. Lo estamos comprobando ahora, en este nuevo verano bélico que vivimos en suelo europeo, tres cuartos de siglo después: la invasión de Ucrania no se hubiera producido del modo en que ha tenido lugar si Putin no dispusiera del arma nuclear para disuadir cualquier intervención contra los intereses de Rusia.