Ernesto Zedillo fue mejor presidente que su antecesor, Carlos Salinas de Gortari, y que su sucesor, Vicente Fox, pero su agenda neoliberal a rajatabla y las violaciones a los derechos humanos lo malquistaron con las mayorías. Factores adicionales como el rescate bancario (Fobaproa, convertido en deuda) y la reforma política, impulsada por su Gobierno, provocaron en 2000 la derrota de su partido, que lo ve como traidor, lo cual debe ser para él timbre de orgullo. Tras el fracaso de las administraciones panistas, la fusión de sus siglas con el PRI y la corrupción del peñanietismo los electores se movieron a la izquierda en busca de un cambio radical. Después de la primera y la segunda alternancia, Andrés Manuel López Obrador y Claudia Sheinbaum ganaron la presidencia con votaciones abrumadoras.
La reforma zedillista al Poder Judicial, secuestrado por sus predecesores, se tomó como un golpe de Estado. De un plumazo desapareció la Corte y redujo de 26 a 11 el número de ministros, nombrados por él con el voto del PRI y el PAN en el Congreso. Dos meses después, agentes de la PGR detuvieron a Raúl Salinas de Gortari por urdir el asesinato de Francisco Ruiz Massieu, excuñado suyo y secretario general del PRI en ese momento. Nunca un presidente había roto de manera tan tajante con su antecesor, quien se exilió en Irlanda para no correr la misma suerte de su hermano.
La ola privatizadora de Salinas la continuó Zedillo. En su Gobierno se vendieron puertos, aeropuertos y ferrocarriles a consorcios nacionales y extranjeros. También les abrió la puerta en gas, petróleo y electricidad. El Estado los protegió, además, de contingencias económicas como pasó con los bancos y las concesiones carreteras, cuyo rescate representó para los mexicanos una deuda adicional por 150 mil millones de pesos. «La política privatizadora de Ernesto Zedillo cruzó por diferentes actividades económicas, incluyendo a sectores considerados como áreas estratégicas para la seguridad del Estado, y cuya apertura al capital privado —tanto nacional como extranjero— no hizo sino colocar a éste en situación de vulnerabilidad frente a los poderes fácticos», escribe la investigadora independiente Carmen Silvia Zepeda Bustos (El Cotidiano, marzo-abril 2012).
Después de dejar la presidencia Zedillo se incorporó al directorio de las multinacionales Procter & Gamble (bienes de consumo), Alcoa (aluminio) y Union Pacific, concesionaria de Ferrocarriles Nacionales de México (Ferromex), privatizada durante su Gobierno. A diferencia de Fox, Zedillo parece no necesitar la pensión, el seguro de gastos médicos ni los apoyos cancelados a los expresidentes desde el sexenio pasado. Pues percibe ingresos de distintas fuentes, como Citigroup, comprador de Banamex en 2021, donde tiene un asiento en la junta directiva.
Las masacres de Aguas Blancas (Guerrero) y Acteal (Chiapas) ensombrecen el Gobierno zedillista, quien, pese a todo, terminó con una aprobación del 64 %. Empero, el expresidente, quien pasa la mayor parte del tiempo fuera de México, no tiene fuerza ni liderazgo para afrontar a la 4T y a la presidenta Claudia Sheinbaum. Tampoco para influir en los votantes y alterar el rumbo de un país donde el neoliberalismo abandonó a los pobres. En el debate de 1994, Diego Fernández de Cevallos dijo a Zedillo que su candidatura respondía a dos tragedias, el asesinato de Luis Donaldo Colosio, y su nominación. «La primera lo rebasa, no tiene usted ninguna culpa, pero la segunda lo descalifica, por lo menos si hablamos de democracia». La democracia no es obra de Zedillo, sino lucha interminable —muchas veces desigual— siempre en riesgo. Alexis de Tocqueville nos recuerda que «los problemas de la democracia se resuelven con más democracia».