El PRI se despidió del poder en 2018 con el peor presidente. Enrique Peña Nieto, cuya campaña costó 4 mil 599 millones de pesos, 14 veces por encima del límite legal, ya no pudo conservar la presidencia con dinero. La incuria, el ridículo y el mal fario le acompañaron del principio al fin. En la Feria Internacional del Libro de Guadalajara fue incapaz de citar tres de sus lecturas preferidas. Más tarde se retiró precipitadamente de la Universidad Iberoamericana, donde había participado en una conferencia. Utilizó la puerta trasera para no toparse con una manifestación de estudiantes —algunos usaban máscaras de Salinas de Gortari— que le gritaba «asesino» por la represión el 3 y 4 de mayo de 2006 en San Salvador Atenco, cuando era gobernador de Estado de México (EdoMex).
El uso de la fuerza contra el Frente para la Defensa de los Pueblos fue para sofocar su oposición al aeropuerto que el entonces presidente Vicente Fox planeaba en Texcoco. Los campesinos habían recibido pagos irrisorios por sus tierras. El conflicto dejó dos muertos. Las policías federal, estatal y municipal violaron a decenas de mujeres y detuvieron a más 200 personas. En 2018 (año de la elección de Peña) la Corte Interamericana de Derechos Humanos culpó al Estado mexicano por vulnerar los derechos humanos de las mujeres de Atenco. El aeropuerto no se construyó. Tampoco se detuvo a los funcionarios que ordenaron el operativo.
Los signos más evidentes del mandato peñista fueron: la corrupción, el vacío de poder y la frivolidad. La silla del águila resultó demasiado grande para un presidente tan pequeño, lo cual quedó demostrado al poco tiempo. Peña Nieto heredó de su tío Arturo Montiel y del Grupo Atlacomulco la gubernatura de Edomex para cuidarle las espaldas. Una vez en la presidencia, se rodeó de tecnócratas capitaneados por Luis Videgaray, a quien perfilaba como sucesor. Dos casos —ocurridos con una diferencia de apenas tres meses— marcaron el fin de la presidencia de Peña, cuando faltaban todavía cuatro años para el término constitucional. El primero fue la desaparición de 43 normalistas de Ayotzinapa, en septiembre de 2014; y el segundo, el escándalo de la casa blanca adquirida a un contratista del Gobierno federal en siete millones de dólares. A partir de ahí, todo fue de mal en peor.
Meses antes, en febrero de 2014, la revista Time había dedicado su portada a Peña Nieto con el título «el salvador de México». Los escépticos arquearon las cejas. La revista circuló en Europa, Asia, Medio Oriente y África, pero no en América. El premio por «las ambiciosas reformas económicas, políticas y de
seguridad» devendría en castigo. Dos años después, perdido en su propio laberinto, Peña se desahogó en el foro «Impulsando a México». «Un presidente no creo que se levante, ni creo que se haya levantado pensando, y perdón que lo diga, cómo joder a México». Peña reconoció fallas, desaciertos y errores, pero también se defendió. «Mi único propósito es que a México le vaya bien, y estoy seguro que los anteriores presidentes también no han mantenido otra misión que esa».
Peña no fastidió el país a propósito, sino por incompetente, venal y soberbio. Su apuesta por el modelo neoliberal, en decadencia, para favorecer a los grupos de poder y al capital extranjero, también lo pagó en las urnas. Dar la espalda a las mayorías encumbró a Morena. Nadie del Gobierno peñista se salvó de la hoguera. Menos aún el PRI, reducido hoy a cenizas.