La operación terrorista de Hamás acaba con el mito de la seguridad de Israel y demuestra que los extremos conspiran contra el menor atisbo de convivencia mientras sobreviene la guerra de todas las guerras
Fauda significa caos en árabe. Y no es solo el nombre de una serie estremecedora que retrata desde las entrañas y las cañerías el conflicto medio-oriental, sino la palabra clave con que el ejército israelí alerta de los comandos infiltrados en Palestina que ha sido desenmascarados o están a punto de serlo. O sea, todo lo contrario de lo que acaba de suceder, precisamente porque son los comandos de Hamás los que han violado el territorio enemigo y los que se atribuyen la humillación del enemigo.
Fauda. El caos. Las horas, los días y las semanas que se avecinan predisponen un escenario brutal que tanto concierne a la represalia del ejército de Israel como predispone la escalda de crímenes de Hamás, cuya incursión sorpresa del sábado no solo identifica el mayor atentado cometido nunca en territorio ajeno, sino que implica un desmoronamiento de Israel mismo, tanto en su capacidad defensiva como en su resistencia psicológica.
La tierra de David se ha descubierto a sí misma vulnerable e indefensa, precisamente cuando las relaciones diplomáticas con el mundo árabe —Emiratos, Baréin— suscribían un proceso de normalización, cuyo último episodio apuntaba a un acercamiento histórico con Arabia Saudí.
La maldición del conflicto palestino-israelí —el eterno retorno del caos— consiste precisamente en el sabotaje de los extremos. Y en el fanatismo con que Hamás, por un lado, y la ultraderecha sionista, por el otro, descoyuntan los espacios de entendimiento y cualquier hipótesis de convivencia.
La guerra de todas las guerras sorprende a Tel Aviv con un Gobierno retrógrado y oscurantista que ha crispado y dividido a la sociedad con las arbitrariedades de Netanyahu, aunque la cohesión nacional de un estado de emergencia y la causa mayor contra los enemigos de Israel garantizan al eterno primer ministro toda la energía justiciera que le reclaman sus socios más radicales. Un extremo alimenta al otro en la escalada de la destrucción. Y no por equiparar aquí y ahora las víctimas con lo victimarios —Israel ha sido objeto de un atentado ignominioso— sino porque la ferocidad del terrorismo yihadista no contradice la elocuencia del terrorismo de Estado ni las fórmulas exasperantes con que Israel ha conducido el apartheid y la represión.
No habrá piedad con los civiles palestinos, aunque el martirio de los inocentes forma parte de la estrategia siniestra con que Hamás estimula los suicidas y los escudos humanos, más ahora, que la propaganda, los secuestros y la victoria de la incursión han malogrado la credibilidad de Israel como un estado inviolable y tecnológicamente superdotado.
Hamás aspira a la destrucción del Estado de Israel, pero también a la capitulación de la Autoridad Nacional Palestina, cuya simpatía hacia el acercamiento de Arabia Saudí forma parte del escarmiento terrorista del sábado y describe la brutalidad del fratricidio. No solo en su dimensión local —la representación política y electoral de la causa palestina en Gaza y Cisjordania—, sino en la proyección geopolítica y planetaria de la guerra.
Ya se han ocupado los teócratas iraníes de propagar el triunfo de Hamás. Y de convertir la caída de Israel en una reanimación de la causa chií cuya cadena de complicidades tanto desenmascara a Hezbolá y a Siria, como a las potencias mundiales —China y Rusia— que más simpatizan con ellos.
No está claro quién es el amigo ni quién es el infiltrado en la cuarta temporada de ‘Fauda’
Tiene sentido la reacción solidaria de EEUU y la consternación de los gobiernos occidentales, como podía esperarse que la izquierda española y las equivalencias europeas subordinaran la brutalidad del atentado del sábado al antisemitismo estructural de la progresía y a la defensa de los civiles palestinos, pero conviene recordar que los planes de Hamás en su megalomanía no solo consisten en la eficacia de una insólita operación militar, sino en la expectativa de que Netanyahu y sus halcones reaccionen con la mayor sed de venganza posible y así mostrar al mundo árabe —el chií y el suní— la crueldad desmedida de Sión y la impostura de su acercamiento.
No está claro quién es el amigo ni quién es el infiltrado en la cuarta temporada de Fauda. Ni tampoco quién es el árabe, ni el judío. Ni quién es tu marido, ni tu esposa. Ni quién es el terrorista. Ni dónde termina el mal ni empieza el bien. Ni quién tiene razón o la ha perdido en el conflicto nuclear de Oriente Medio. El caos define de manera elocuente la irritabilidad de un problema irresoluble, precisamente porque los fanáticos que agitan el avispero —el terrorismo islamista y el terrorismo de Estado— conspiran para malograr la cohabitación de Palestina e Israel. Y no es que Fauda —ni la cuarta temporada ni las anteriores— pretenda aportar las grandes claves geopolíticas, pero la perspectiva interior, local, familiar, íntima y hasta intimista del conflicto, redunda en percepción de un fatalismo irremediable.
La línea divisoria de la razón y la sinrazón es tan delicada como la que diferencia el derecho de la venganza por los siglos de los siglos
No hay buenos del todo ni malos absolutos. Ni se le identifica uno y otro bando con la razón o con la verdad. Ni siquiera se diferencian claramente los rasgos étnicos ni los fonéticos. Entre otras razones porque el 20% de la población de Israel es árabe. Y porque proliferan las semejanzas socioculturales. Y porque las pasiones amorosas y las ambigüedades en la lealtad decantan espacios de promiscuidad que redundan en el desconcierto de la trama. Tan complejas son los matices del laberinto medio-oriental que Fauda cumplió su cuarta temporada —habrá quinta— después de haber expuesto no ya la dinámica mutante y provisional del agresor o del agredido —Palestina o Israel, Israel o Palestina—, sino las guerras internas del mundo árabe. Empezando por la colisión de la Autoridad Palestina y Hamás en sus respectivas áreas de influencia territorial (Cisjordania y Gaza). Y por el papel incendiario que representa la ramificación chií y pro-iraní de Hezbolá, involucrada en el propósito maximalista de exterminar el Estado de Israel.
La línea divisoria de la razón y la sinrazón es tan delicada como la que diferencia el derecho de la venganza por los siglos de los siglos. La serpiente cambia de piel. Y cada vez tiene más apetito.
Rubén Amón
Periodista antes que mayor de edad, ha recorrido todo el escalafón, todos los medios (prensa escrita, televisión, radio) y todos los géneros (crítico taurino, corresponsal, reportero de guerra, gacetillero musical, vaticanista, cronista deportivo, articulista) para terminar convirtiéndose en un híbrido entre el tertuliano y el ‘influencer’.