En México las elecciones devinieron en farsa durante la mayor parte de la hegemonía priista. ¿Para qué acudir a las casillas si los resultados se conocían de antemano? El cambio se gestó cuando la ciudadanía tomó conciencia de que su voto —libre y mayoritario— superaba al de cualquier estructura partidista. La presión social para acabar con la simulación y democratizar al país venció todas las resistencias del sistema. El déficit de legitimidad de los presidentes (Carlos Salinas, Felipe Calderón y Enrique Peña) daba paso a conflictos poselectorales y polarizaba a los mexicanos. Hoy se vive un fenómeno nuevo e inverso: el «exceso» de legitimidad de Claudia Sheinbaum y del frente Morena-PT-Verde en las elecciones presidenciales y legislativas genera reacciones contrarias; esta vez no de la masa, sino de los partidos de oposición y de los grupos de poder.
Una presidencia legitimada, fuerte y con mayoría calificada en el Congreso supone riesgos y resta influencia a las élites políticas y económicas habituadas a sacar ventaja de gobiernos divididos; máxime si emanaban de elecciones fraudulentas. Salinas, Calderón y Peña cedieron al chantaje de las oposiciones y de los poderes fácticos y ajustaron sus agendas sin tomar en cuenta a la ciudadanía. Las reformas a la Constitución beneficiaron principalmente a las cúpulas, y los costos los pagaron las capas medias y bajas de la población. La propuesta de Morena para romper ese círculo perverso le dio a Andrés Manuel López Obrador los votos y la legitimidad suficientes para emprender el cambio de régimen.
El éxito de Morena no es obra de la casualidad. Incubó en las tecnocracias de Miguel de la Madrid, Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo, cuyas recetas siguieron al pie de la letra Vicente Fox, Calderón y Peña Nieto. En el entre tanto, la población se empobrecía, los trabajadores recibían salarios de hambre y el campo volvía a manos de políticos y terratenientes. El PRI abdicó de la raíz social que lo había legitimado; y el PAN, a partir del sexenio de Salinas, dejó de ser oposición para fundirse en las siglas de su rival histórico. Los electores le dieron la espalda a un PRIAN incapaz de comprender la nueva realidad del país.
López Obrador es el catalizador indiscutible del cambio que el PAN no pudo cumplir por la incompetencia de Fox y la incuria de Calderón. El liderazgo y carisma del fundador de Morena ha estado incluso por encima de los fracasos y errores de su Gobierno. Las oposiciones tampoco pudieron articular un discurso creíble y atractivo para las mayorías cuyo voto mantiene su lealtad a un proyecto que por primera vez las toma en cuenta. Los programas sociales, piedra angular de la 4T por su diseño, orientación y cobertura, fueron elevados a rango constitucional por la mayoría de Morena en el Congreso para garantizar su permanencia, mientras la derecha pedía cancelarlos.
Desprovisto de la parafernalia palaciega de sus predecesores, López Obrador reafirmó su lazos con las comunidades más pobres y consolidó su liderazgo. Peña Nieto estuvo rodeado de un ejército de ocho mil elementos del Estado Mayor Presidencial, responsables de su seguridad y la de su familia. La paranoia de los mandatarios lo distanció del pueblo. Asistir a una ceremonia con el ejecutivo federal implicaba pasar arcos y filtros de seguridad, uno de ellos formado por militares vestidos de civil y por perros. AMLO rompió las barreras y se acercó a los sectores donde los embates de la reacción y las campañas mediáticas se respondieron con votos.