El debate y la preocupación en estos días, es la salud mental. Los años de encierro a que nos sometimos en el mundo enfrentando el COVID-19, sobre todo en los jóvenes, sin duda generó un sinnúmero de consecuencias. La enfermedad del coronavirus afecta en gran medida el sistema neurológico, y a la fecha creo que seguimos sorprendidos por las consecuencias que se manifiestan en otros sistemas y órganos de nuestro cuerpo. Todos los días escuchamos que tal amigo estaba muy bien, y de repente se enfermó. Esto me recuerda lo que en una ocasión mi tío Francisco Hernández Cuevas, el único de las hermanas y hermanos de mi papá que estudió una carrera (fue médico, egresado del Instituto Politécnico Nacional) nos dijo: “Hace rato llegó una pareja de adultos mayores, y la señora expresó que estaba preocupada porque su esposo nunca se había enfermado y de repente se puso malo”, y agregó mi tío Pancho: “Nadie se enferma de repente, todo lleva un proceso de incubación, salvo que la persona enfrente una situación traumática, esas si son de repente”.
El coronavirus deja muchas secuelas. En mi caso siempre tengo frío en la espalda, padezco de fluido nasal diariamente, en la mano derecha se me manifiesta un pequeño temblor, desde hace unos años he padecido el dolor de la ciática y ahora después de enfermarme de coronavirus reapareció ese dolor, pero en esta ocasión el tratamiento duró más de cuatro meses, una ramificación tal parece que no cedía en la inflamación. Pero he escuchado muchas narrativas diferentes con relación a las secuelas de esa enfermedad. Un joven de 24 años que hacía unos meses había padecido COVID, de repente se enfermó del corazón y a los dos días de hospitalizado, falleció, estando vacunado, con el refuerzo correspondiente. Me han contado varios de esos casos. Muy lamentables. Conozco personas que han padecido tres veces el COVID y sufren de mucho cansancio.
En el libro “Estrictamente bipolar”, Darian Leader expone que en el período de la posguerra considerado como la “era de la ansiedad”, de los 50’s a los 70’s, y las décadas de 1980 y 1990, denominada la “era de los antidepresivos”, se consideraba que en EEUU apenas el uno por ciento de la población padecía esa enfermedad mental. Hoy, en el inicio del siglo XXI, estamos de lleno en la “era de la bipolaridad”, según el autor, pues ahora se calcula que el 25 por ciento de los estadounidenses padece alguna forma de bipolaridad. La consulta para estabilizar el estado de ánimo cada vez es más rutinaria, tanto en adultos como en niños, con un incremento del 400 por ciento (en los últimos 20 años) en las recetas para niños y del 4,000 por ciento en el diagnóstico global desde mediados de los años noventa. El crecimiento de las enfermedades mentales va aceleradamente en aumento. Incluso en cierta medida los estados maníacos, hoy asociados a la bipolaridad, son bien vistos en el entorno laboral. También el tomar medicamentos para atender la bipolaridad habla de un nuevo estilo de vida, con reconocimiento.
El doctor Jesús Ángel Padilla Gámez, director de la Facultad de Medicina de la UAdeC, en Saltillo, opina que la salud mental es una tarea pendiente para la sociedad, porque vivimos una etapa de crisis emocional provocada por el coronavirus, que genera mucha incertidumbre, ansiedad y angustia, lo que está modificando nuestros comportamientos. Ello provocará problemas de interacción entre las personas.
En el salón de clases, el encuentro que se da ahí, no sólo es escenario del proceso formativo racional, sino también del proceso de construcción de lo emocional y social de quienes ahí estudian. San John Henry Newman, sobre la universidad, escribe que en el ambiente universitario, el joven “forma un hábito mental que dura toda la vida, cuyos atributos son la libertad, la equidad, la calma, la moderación y la sabiduría”.
De la importancia de la universidad en el crecimiento personal y humano y el diálogo intercultural, trató el Papa Francisco ante universitarios de la Universidad de Macerata. Dijo que “la universidad es -o al menos debería ser- el lugar donde la mente se abre a los horizontes del conocimiento, a los horizontes de la vida”. Y remató la importancia de que el alumno debe madurar no solo el conocimiento, la capacidad de pensar y actuar, sino también la libertad y la participación “crítica y creativa” en la vida social y civil.