Los medios de comunicación parecen regodearse en el chapoteo de sangre que aturde al país. Relegada en el pasado a las páginas interiores de la prensa matutina y a espacios secundarios en la radio y la televisión, la nota roja saltó a las primeras páginas y a los noticiarios de mayor audiencia. Las redes sociales reproducen la locura. Si la revista Alarma! escandalizaba por su contenido morboso, hoy no produciría el menor asombro. La violencia, consustancial al hombre, se ha normalizado por la atención y el despliegue de la que es objeto. Sus apologetas están en los corridos, los videojuegos, la internet y en el discurso político.
La contabilidad diaria de muertes, en lugares públicos y cerrados, es enajenante. La estadística sexenal de homicidios dolosos escandaliza, pero, por su magnitud, ya no conmueve; menos a los políticos, a quienes se les resbala todo. Ignorar ese tipo de noticias no desaparece la violencia ni la venalidad de las policías, los ministerios públicos y los jueces. Sin embargo, la sobreexposición tampoco las mitiga. Repetir escenas de homicidios atroces, masacres, quema de vehículos, bloqueos; dar a los capos categoría de figuras públicas, aliena a las audiencias, confunde a la juventud y trastoca sus valores.
La nota roja pasó de las catacumbas y los bajos fondos a los escaparates mediáticos; de los barrios chinos a la palestra política; de las barandillas, a las tribunas legislativas. La sección antes confinada y ensañada siempre con los pobres (los poderosos no roban pan, no delinquen ni se suicidan; tienen otras aficiones, y la protección de las autoridades para borra sus huellas), hoy es la estrella. No solo eso: también se ha convertido en instrumento de presión política. Con el dolor de las víctimas se lucra para acusar al Gobierno, cualquiera que sea su signo, de inútil de incompetente. La manipulación a veces es tan burda que algunos medios destacan la violencia en los estados gobernados por el partido equis, pero omiten que la entidad donde ondea la bandera de otro es la más peligrosa del país.
Incluso se llega al extremo de calificar determinados actos delictivos como terrorismo para atraer reflectores y a los Gobiernos de otros países, deseosos de intervenir en el nuestro. No en defensa de la sociedad ni de un Poder Judicial viciado, sino de sus propios intereses. Las organizaciones criminales protegen sus cotos, mas no buscan suplantar al Estado como sucedió en Colombia, donde la complicidad de los capos de la droga y la política abrió a los carteles las puertas de los poderes públicos. Colombia se halla en un proceso de cambio profundo con un presidente de izquierdas que antes fue guerrillero, Gustavo Petro, contra el cual también se ha rebelado el statu quo.
La intención de quienes presentan al país inmerso en el caos total, cuando la violencia la concentran media docena de estados, salta a los ojos: infundir miedo a la sociedad. México afronta enormes problemas, algunos causados por la desigualdad, pero el país que muestran los poderes fácticos dista de la realidad. Su objetivo es otro: desestabilizar a Gobiernos democráticos; primero fue al de Andrés Manuel López Obrador, y ahora al de Claudia Sheinbaum. Los catastrofistas volverán a perder la partida. No solo porque la mayoría dejó de comulgar con ruedas de molino, sino porque apostar contra el país es suicida. Quienes en el pasado lo hicieron para imponer sus agendas y recuperar privilegios, fracasaron. Esta vez, tampoco será la excepción.