En las elecciones presidenciales de 2012 y 2018 la mayoría de las encuestas predijeron el triunfo de Enrique Peña Nieto y de Andrés Manuel López Obrador. Hoy las preferencias se inclinan por Claudia Sheinbaum, de la alianza Morena-Verde-PT. El margen de 20 puntos sobre Xóchitl Gálvez, del frente PAN-PRI-PRD, es demasiado holgado como para esperar sorpresas en los días previos al 2 de junio. Las campañas iniciaron con una intención de voto del 60% por Sheinbaum y del 35% por Gálvez, de acuerdo con El País (15.03.24). En la medición del 23 de abril, la candidata del oficialismo mantuvo el mismo nivel de preferencia efectiva; la del bloque opositor retrocedió tres puntos; y la de Jorge Álvarez Máynez, de Movimiento Ciudadano (MC), subió del cinco al siete por ciento.
Antes de la alternancia el papel de las encuestas era secundario, pues el PRI, aunque perdiera ganaba, por algo era «invencible». Sin embargo, con el pluripartidismo los estudios de opinión se convirtieron un elemento imprescindible para conocer el sentir de los votantes. Durante el proceso algunas firmas se consolidaron por la calidad de sus investigaciones y otras tomaron el camino fácil, pero lucrativo, de maquillar las cifras al gusto del cliente. El Instituto Federal Electoral (desde 2014 INE) empezó a regularlas en 1994, después de las elecciones fraudulentas de 1988, pero todavía las hay dedicadas a engañar a ciudadanos y candidatos incautos.
Las encuestas publicadas por los medios de comunicación y las empresas especializadas no son las únicas. La presidencia de la república, las cúpulas partidistas, los gobiernos estatales, las embajadas, los bancos y las multinacionales tienen las propias. Medir el pulso electoral del país les permite evitar riesgos y tomar decisiones según sus intereses. Los partidos y sus candidatos las usan para ajustar estrategias. Desde esa perspectiva, pueden prever resultados. A estas alturas de las campañas y con preferencias claramente marcadas, la elección no tiene vuelta de hoja. La oposición y su candidata dicen tener «otros datos», pero las encuestas y la percepción en favor de Sheinbaum los refutan.
En la sucesión presidencial de 2018, las tendencias por López Obrador mostraron siempre, lo mismo que hoy en el caso de Sheinbaum, un ritmo ascendente: del 36.2 pasó al 49.5% dos semanas antes de las elecciones. En las urnas, la votación por el fundador de Morena se incrementó casi cuatro puntos para cerrar en 53.1%. Lo contrario sucedió con los candidatos del PAN y el PRI, quienes recibieron menos sufragios de los previstos. Lo mismo podría pasar el 2 de junio: un mayor crecimiento de Sheinbaum, una disminución del voto opositor y un avance de Álvarez Máynez. En Jalisco y Nuevo León, estados gobernados por MC cuyas listas nominales son la tercera y la sexta más alta del país, Máynez ya está en empate técnico con Gálvez.
Nada está escrito sobre el resultado de las elecciones, pero los indicios han apuntado en una sola dirección desde un principio. Como igualador por antonomasia, el voto debe incitar a la participación ciudadana libre y desinteresada, en la segunda acepción del término («desprendimiento de todo provecho personal, próximo o remoto»), pues en el primero implica indiferencia y dejadez. En democracia se gana y se pierde. Del mismo modo, las encuestas valen cuando el candidato preferido por algunos obtiene la victoria y cuando no. Aferrarse a lo contrario es autoengaño y abona a la discordia.