Confieso haberme comido no una vez sino tres la bandera de Italia. Admitirlo era una provocación cuando el país había cumplido recientemente 150 años de historia, pero tengo mis razones.No figura entre ellas el vilipendio a la patria ajena ni tampoco el hambre. Pero sí figuran la educación y los buenos modales. Tres veces tres me comí la bandera de Italia en el domicilio romano de Berlusconi y al abrigo de un retrato de Garibaldi.Allí fui convocado en compañía de Pedro J. Ramírez porque el Cavaliere no comprendía la «campaña» de desprestigio que le habíamos organizado en El Mundo, naturalmente desde su punto de vista. Que es el único punto de vista.Descubrí también entonces que el «menú tricolore» no era un mito geopolítico ni una leyenda urbana. Igual que Berlusconi agasajaba a Putin y a Gadafi con la bandera italiana comestible y digerible también nosotros, periodistas sin gaseoductos ni jaima, teníamos ocasión de compartir sobre el mantel el símbolo patriótico.Primer plato: ensalada de rúcula (verde), mozzarella (blanco) y tomate (rojo).Segundo plato: judías verdes (verde), patatas cocidas (blanco), carne de buey poco hecha (rojo).Postre: helado de pistacho (verde), vainilla (blanco descolorido) y fresa (rojo). No es una broma ni un delirio personal. Es la prueba metafórica del patriotismo endogámico y voraz de Berlusconi. Comida a comida, cena a cena, el Cavaliere ha devorado Italia, la ha desnutrido y pretendió vaciarla de democracia. Comenzando por su manera de instrumentalizarla.El ejemplo más grotesco concierne a la reelaboración de la ley de enterramientos. La normativa al uso hasta 2005 impedía la erección -aludimos al verbo erigir- de monumentos funerarios en los espacios domésticos, pero al Cavaliere se le antojó reformarla porque había concebido la construcción de un mausoelo megalómano a medida en los jardines de la villa de San Martino.La iniciativa degeneró en una astracanada cuando vino a saberse que el diputado encargado de elaborar y explicar la ley se llamaba Donato… Lamorte. O sea, que su señoría «Lamuerte» mediaba en entre los vivos y los difuntos del Parlamento tricolore para que los restos de Silvio Berlusconi pudieran reposar eternamente en el túmulo de Arcore, siempre y cuando no resucitara su eminencia al tercer día.
guales el uso personal que el ex primer ministro italiano hacía de la política y la dimensión tragicómica de su reinado, aunque los aspectos más llamativos de la hégira de Berluskaiser consisten en los años que prolongó su poder y el consenso plebiscitario de tres victorias electorales. Hasta cierto punto, el Cavaliere ha sido premiado por los italianos, incluso legitimado en una suerte de sintonía sociológico-antropológica. Y digo que hasta cierto punto porque una verdadera democracia contradice que pueda entrar en juego un magnate de historial extravagante a quien la concentración de poder sitúa bajo sospecha.Con más razón cuando la anomalía proviene del monopolio mediático e informativo. Berlusconi no se ha limitado a controlar la opinión pública. Berlusconi ha creado la opinión pública desde sus televisiones, sus periódicos y sus editoriales. Casi siempre para reivindicarse como el macho alfa que custodia Italia.La paradoja es que la incontinencia sexual ha terminado malográndolo. Decía Kissinger que el poder es el afrodisiaco absoluto. Y demostraba el congresista Underwood en “House of cards” que en la vida todo es sexo, con excepción del sexo, porque el sexo es poder. La promiscuidad, la comuna sexual, reflejan el único comunismo que ha aceptado Berlusconi y el origen de su crepúsculo. No ha acabado con él la corrupción en sentido estricto. Ni lo han hecho las afinidades mafiosas. Ni la compra de jueces. Ni los delitos fiscales. Ni la extorsión a los diputados.Berlusconi se ha perdido por la bragueta, por la incontinencia sexual y porque convirtió el viagra no sólo en un recurso para impresionar a las menores, sino en una metáfora política de la erección.
Silvio Berlusconi sobre sí mismo es aquella encuesta en que preguntan a las mujeres italianas si accederían a acostarse con él. El 70% declara que sí. El 30% responde: ¿otra vez?El chiste le gusta a Berlusconi porque sobrentiende un vigor sexual olímpico que le granjea reputación entre los compatriotas y que exige obligaciones no sólo estéticas, sino dramatúrgicas. Empezando por un implante capilar que evoca la melena de Sansón.La obscenidad ha sido una manera de hacer política. De hecho, el mayor desencuentro diplomático de su carrera se produjo porque no le gustaba el culo de Angela Merkel. Lo consideraba mantequilloso e infollable.No sucedía igual con algunas ministras de silicona que introdujo en su Gobierno. Insistimos en el verbo introducir porque a Berlusconi quién sabe si le ha terminado malogrando su instinto primario de homo erectus. Igual que le sucedió a Strauss Kahn.Quedé claro que no estamos hablando de moral. Ya se pronunció al respecto la exmujer de Berlusconi cobrándose una indemnización de 43 millones de euros al año. Estamos diciendo que la bragueta entreabierta del Cavaliere ha puesto al descubierto la degradación del Estado para los fines sexuales del ex primer ministro.Se movilizó para que pusieran en libertad a su concubina -estaba detenida por diferentes hurtos- y descargó en el presupuesto institucional los aviones donde viajaban los invitados a las orgías.Es cuanto la fiscal Boccasini denominaba un sistema de prostitución organizada, aunque el verdadero proxenetismo lo ha ejercido Berlusconi sodomizando la democracia. Ya que de culos mantequillosos hablamos.Berlusconi comprendió el escenario. Y demostró que no tenía votantes. Tenía telespectadores, muchas veces subyugados por la leyenda del hombre hecho a sí mismo y por la reputación viril con que percutían los tambores del bunga bunga.