Pocas despedidas presidenciales han sido tan patéticas y delirantes como la de José López Portillo, en septiembre de 1972, cuando rindió su sexto informe. Político carismático, culto y enérgico, hizo renacer la esperanza tras el Gobierno desastroso de Luis Echeverría. Orador fogoso y seductor de masas, el «último presidente de la Revolución», como se denominó a sí mismo, Don Q entregó el país en ruinas. Y él, envuelto en las llamas de la frivolidad, la insolencia y del repudio social. Presa de la hibris todavía, sacó el pecho: «No vengo aquí —dijo ante el Congreso— a vender paraísos perdidos, ni a buscar indulgencias históricas. (…) vengo a cumplir con un compromiso elemental: decir la verdad, la mía».
No se ganó todo ni se perdió todo, sentenció. «Un país como el nuestro es mucha entidad para concentrar su destino en una coyuntura, así sea la creada por los poderosos de este mundo». López Portillo escondía en los pliegues de la retórica su drama. Deseaba responder «a las preguntas limpias de la gente sencilla; a los gritos de los que hace poco aplaudían; a los reproches de quienes no quieren recoger varas y hace poco tiraban cohetes; a los que quieren seguir lucrando con el riesgo del país amparándose en la desconfianza; a los monólogos de los pontífices críticos». También deseaba replicar «a los que se me rajaron, a las dudas de los amigos, a las condenas de los enemigos, gratuitos porque desde el poder no dañé, ni a nadie ofendí».
Agobiado y condenado de antemano, el presidente jugó la última carta, pero en vez de mitigar la inquina de las élites, la polarización social y la crisis financiera, las avivó. «(…) para salvar nuestra estructura productiva (…) y detener la injusticia del proceso perverso fuga de capitales-devaluación-inflación que daña a todos, especialmente al trabajador, al empleo y a las empresas que lo generan (…) he expedido dos decretos: uno que nacionaliza los bancos privados del país, y otro que establece el control generalizado de cambios, no como una política superviviente del más vale tarde que nunca, sino porque hasta ahora se han dado las condiciones críticas que lo requieren y lo justifiquen».
El presidente estaba devastado. Impotente para cambiar la realidad, buscaba un faro para salvar el naufragio. «Soy responsable del timón, pero no de la tormenta». El líder que había pedido al país «acostumbrarse a administrar la abundancia», basada en la renta petrolera, ahora sollozaba y se excusaba por ello. Volvió a pedir perdón a los desposeídos y marginados «por no (…) sacarlos de su postración». Les dijo haber hecho todo lo que estuvo a su alcance «para organizar a la sociedad y corregir el rezago; que avanzamos; que si por algo tengo tristeza es por no haber acertado a hacerlo mejor».
Después de la euforia por la estatización de la banca (revertida por Salinas de Gortari en condiciones desventajosas para el país) vinieron el escarnio y la venganza. La oligarquía jamás le perdonó a López Portillo haberla despojado de una parte de su imperio. La mansión del presidente en Paseo de los Laureles 268 (Cuajimalpa) fue bautizada como «La colina del perro». Así le restregaban otra promesa incumplida: la de «defender el peso como un perro». Seis meses antes de terminar el sexenio, el Banco de México abandonó el mercado de cambios, el Gobierno se declaró en moratoria y la moneda se devaluó 218% al pasar de 22 a 70 pesos por dólar.