Para el país es un oprobio ver al ex secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, en el banquillo de la Corte del Distrito Este de Nueva York, la misma donde el narcotraficante Joaquín «el Chapo» Guzmán fue sentenciado a cadena perpetua hace cuatro años. Al zar antidroga se le acusa de proteger al Cartel del Golfo, liderado por Guzmán, y de recibir sobornos millonarios. ¿Cómo iba a funcionar la guerra contra la delincuencia organizada si el responsable de combatirla estaba al servicio de la organización criminal más poderosa? ¿Por qué un hombre receloso como Calderón dejó en esas manos el aparato de seguridad federal? ¿Estaba en deuda con su colaborador o el «súper policía» sabía cosas de su jefe?
Elecciones como las de 2006, que Calderón ganó por los pelos, pueden suscitar delirios paranoicos y estados de ánimo en los cuales una falla adquiere dimensiones de traición y un servicio —retribuido con generosidad—, niveles épicos. Pudo haber sido el caso de García Luna, quien primero se desempeñó como director de la Agencia Federal de Investigación en el sexenio de Vicente Fox. Hombre de carácter, Calderón llegó a la presidencia debilitado por la sospecha de fraude contra Andrés Manuel López Obrador. En esas condiciones, el único recurso consistía en echar mano del Ejército, pues en los gobernadores, cuyo intereses eran opuestos, el comandante de las fuerzas armadas no confiaba.
García Luna mantuvo su influencia en el Gobierno de Enrique Peña Nieto hasta que el 10 de diciembre de 2019 —un año después de la sentencia contra el Chapo— fue detenido en Dallas, Texas, acusado por el fiscal del Distrito Este de Nueva York de conspiración internacional para distribuir cocaína, recibir sobornos del Cartel de Sinaloa y declaraciones falsas, de acuerdo con el Departamento de Justicia de Estados Unidos. Sin embargo, no es al exsecretario de Seguridad Pública a quien se enjuicia, sino a un régimen venal que ha convertido al país en la Colombia de los años 80 y 90 del siglo pasado, sometida al terror de los carteles de Cali y de Medellín cuyo líder, Pablo Escobar Gaviria, llegó a ocupar un asiento en la Cámara de Representantes.
En México los «barones» de la droga no participan directamente en la política, pero influyen en ella y en los más altos dirigentes e incluso financian sus campañas. Estados Unidos lidia con sus propios vicios y problemas de corrupción, pero su sistema judicial funciona y suple al de países como el nuestro. El 28 de junio de 2013, el exgobernador de Quinta Roo, Mario Villanueva, fue condenado en Nueva York a 11 años de prisión «por conspirar para lavar millones de dólares en sobornos del narcotráfico que recibió del cártel de Juárez (…) a través de cuentas bancarias en Estados Unidos y otros países».
El Departamento de Justicia también ha investigado a los cuatro últimos gobernadores de Tamaulipas [Tomás Yarrington, Eugenio Hernández, Egidio Torre Cantú (PRI) y Francisco Javier García Cabeza de Vaca (PAN)]. Acusado de vínculos con el cartel del Golfo, Yarrington se declaró culpable ante una corte de Texas, el 25 de marzo de 2022, de lavar 3.5 millones de dólares en Estados Unidos. El exgobernador interino de Coahuila, Jorge Torres López, fue enjuiciado en Corpus Christi. Reconoció haber realizado operaciones financieras para ocultar sobornos de contratistas. Ya está libre.
En noviembre de 2017, la Clínica de Derechos Humanos de la Facultad de Derecho de la Universidad de Texas, en colaboración con el Centro Diocesano para los Derechos Humanos Fray Juan de Larios de Saltillo, presentó un informe basado en el análisis de tres juicios federales en los Estados Unidos contra integrantes de Los Zetas. «Varios testigos hicieron declaraciones sobre sobornos de millones de dólares pagados a Humberto Moreira y a Rubén Moreira, el anterior y el actual gobernador de Coahuila respectivamente, a cambio del control total del estado», cita el documento. El caso sigue abierto.