En el mítin de Toluca, los morenistas, sin proponérselo, escenificaron un rito de paso rumbo a la madurez institucional.
Un acto masivo de Morena en el Estado de México fue visto con dos lentes por los analistas políticos más serios del país: como el banderazo de salida para las elecciones locales de esa importantísima entidad, y como el arranque de las pruebas entre los aspirantes a suceder a Andrés Manuel López Obrador en la presidencia.
El Estado de México renueva su gubernatura en 2023 y ahí hay una bolsa, nunca arrebatada al PRI, de muchos millones de votos, un portafolio de muchos millones de clientes de programas sociales y un presupuesto de muchos millones de pesos.
Es cierto que es una entidad relevante para la vida política del país.
La otra lectura también es acertada. El canciller Marcelo Ebrard, la jefa de gobierno Claudia Sheinbaum, el secretario de gobernación Adán Augusto López, e incluso el ausente senador Ricardo Monreal son ahora figuras a prueba en Morena. Se mide su impacto en redes, en mítines, en el círculo rojo, entre militantes. Se mide su capacidad de movilización y se registra su discurso.
Por eso los medios otorgaron tal relevancia al acto masivo de Morena. No les falta razón, pero hay otra lectura que me aventuro a poner sobre la mesa.
Lo que hicieron los morenistas en esa reunión masiva, sin proponérselo, fue realizar su ceremonia de graduación como partido político adulto. Ese acto en el que participaron gobernadores recientemente elegidos y aspirantes a la Presidencia fue el rito de paso que el antropólogo francés Arnold Van Gennep describió como esas ceremonias presentes en todas las culturas que marcan simbólicamente la transición de un ciclo a otro.
Morena lacró su proceso de madurez al mostrar capacidad de movilización, rumbo ideológico y estrategia organizativa interna sin los dos elementos que antes necesitaba: a su líder de cuerpo presente o una batalla inmediata contra un enemigo definido por este.
El partido que otrora se veía como un movimiento difuso, cuya fuerza estaba toda puesta en la ascendente carrera de un solo personaje, tiene ya un rostro adulto. Eso no significa que se haya independizado del liderazgo de Andrés Manuel López Obrador –lejos está de ello–, pero sí que acomodó ese liderazgo en una estructura que tiene ya sus ladrillos puestos.
Tomo del brazo a uno de los teóricos más importantes de los partidos políticos para decir que, sin duda, Morena transita por las fases clásicas de la institucionalización: sus dimensiones son otras (hoy gobierna 22 estados con todos los recursos que eso implica), se ha burocratizado y ha agrupado a su militancia de manera clientelar (ahora van en autobuses desde el sur del país hasta el centro para apoyar a un gallo del segundo círculo) y tiene voluntad de supervivencia organizativa a través de la conservación del poder público. Suelto aquí a Robert Michels (gracias, Michels) y, como soy teóricamente promiscua, me acerco a Huntington para completar la conversación de esta velada.
Samuel Huntington habla de adaptabilidad al entorno público, complejidad organizacional, autonomía de grupos internos y coherencia. Las explico con lo que ahora tiene Morena. El partido es capaz de adaptarse al tablero coyuntural, sabe conjugar procesos internos de largo plazo con encuestas, segundas vueltas y elecciones locales, y puede invitar a factores reales de poder en el país, como gobernadores recién electos en otros estados, y a funcionarios y figuras políticas internas, no solo liderazgos históricos con membretes simbólicos. Eso, con la palanca que les ofrece la propaganda (ahora reactiva) de la conferencia matutina del presidente con el mayor altavoz del país es señal de que saben surfear. Mientras el mismo fin de semana otros dirigentes partidistas estaban rindiendo cuentas sobre asuntos pasados como elecciones perdidas o rescates por poco, Morena se deslizaba ya en otras aguas para el siguiente viaje.
La complejidad organizacional que señala Huntington la encuentro en que se multiplicaron ya las subunidades. No solo vemos al presidente del partido como títere de otro personaje subordinado eterno del mandamás (hablo de Mario Delgado, Marcelo Ebrard y Andrés Manuel López Obrador), sino que ahora hay gobernantes, representantes legislativos, funcionarios con aspiraciones político-partidistas y hasta figuras que hacen fuerza aun sin ir a los actos masivos. Ya no solo son los superdelegados ineficientes. Ahí hay una diversificación con capacidad de movilización.
La autonomía de los grupos internos es evidente. Los seguidores de Claudia Sheinbaum no dependen de los fontaneros de Adán Augusto López y Marcelo Ebrard se cuece aparte con las medallitas que presume le dan a su jefe allende las fronteras.
La coherencia también es fácil de encontrar. Quizás es la característica más desarrollada y hasta ahora ha salido indemne de los raspones internos. Hay un consenso en torno al liderazgo del presidente y al rumbo del partido. Este rumbo es, por supuesto, la continuidad de las políticas públicas llevadas al poder, pero ahora, como partido institucionalizado, el rumbo incluye además la autoconservación.
Todas estas son señales de maduración institucional. ¿Es esto positivo? Siempre es mejor un partido burocrático que el movimiento de un solo hombre. ¿Es mejor este Morena que el anterior? No necesariamente, ni en términos de representación ni en términos de competitividad o eficiencia gubernamental. Pregúntenle al PRI, el de la generación anterior.