Ricardo Mejía Hernández, un exitoso oaxaqueño, corredor en montañas, inició su vida en condiciones de extrema pobreza, pero luchó hasta lograr ser un gran atleta. Consiguió triunfos que lo colocan entre los mejores corredores de carreras de montaña del mundo. Hoy es considerado dentro del distinguido grupo de atletas mexicanos que han llegado a la cima: Arturo Barrios, Dionicio Cerón, Germán Silva y Rodolfo Gómez. Sus trofeos en las mejores competencias mundiales lo respaldan. La vida de este admirable corredor hay que contarla, difundirla, no sólo por ser un conquistador de carreras en montañas, sino porque muchos aspectos de su vida son, sin duda, un ejemplo, para todos nosotros: en lo deportivo, lo social, lo humano, lo motivacional y hasta en lo espiritual. Es un ser humano que se preocupa por los demás, que sirve a su comunidad. Nunca ha abandonado sus raíces.
A los 34 años, en 1997, Ricardo tuvo una gran competencia con el corredor de montaña, el hidalguense Patricio Cabrera. Y después de haberse abierto las puertas en un deporte tan difícil y complicado, con base en su gran dedicación por las carreras y sus aptitudes como corredor de fondo, en las incipientes carreras de esta modalidad en México, pasó a competir y a alcanzar la fama en Estados Unidos, Italia, Suiza, España, Malasia, Nueva Zelanda y otros muchos países del mundo. Por sus triunfos en diferentes partes del mundo es un paradigma. Todavía hoy, a sus cincuenta y nueve años, se le sigue considerando entre los mejores, al lado de Kilian Jornet, Pablo Vigil, y Matt Carpenter.
Ricardo dejó atrás la creencia de que ser de origen humilde es un obstáculo. Eso nunca lo amilanó. Nació en el barrio de San Pedro Ihuitlán Coixtlahuaca, Oaxaca, un 24 de abril de 1963. Un sitio enclavado en la Mixteca Alta de Oaxaca. Un barrio de no más de veinticinco habitantes, ubicado en una colina a 2 mil 20 msnm, entre San Mateo Tlapiltepec e Ihuitlán. La mayoría de las casas en el pueblo se componían de dos cuartos y una pequeña cocina, los techos los hacen con tiras de madera extraídas de los árboles, los pisos únicamente son de tierra aplanada. En su pueblo, la gente por las noches, con una vela al lado, teje durante horas sombreros de palma.
En julio, gracias a la lluvia, florecía una especie de papa silvestre que cocían y la comían junto con los tacos de tortilla de maíz. Les agregaban unas vainas rojas que producían unas plantas en esa temporada. Además de la pobreza en la que vivían, el clima era muy extremoso. Y para asistir a clases, Ricardo tenía que recorrer alrededor de dos kilómetros, pero esa distancia debía hacerla cuatro veces, ya que, al mediodía, tenía un receso y debía ir a su casa lo más rápido posible, porque las actividades escolares continuaban a las dos de la tarde.
Su hermano mayor, Fidel, quien posteriormente habría de jugar un papel muy importante en su vida, había emigrado a lo que ahora es la Ciudad de México, en busca de mejores oportunidades para vivir. Regresaba de visita al pueblo con cierta frecuencia, trataba de inculcar a sus hermanos las costumbres aprendidas en la ciudad. Si en alguna ocasión llegaban a tener dinero, compraba lo que le durara mucho tiempo, como galletas de animalitos. Luego toda la familia emigró a la Ciudad de México.
El carácter de Ricardo, y su timidez, lo hacían rehuir de todo lo que tuviera que ver con “reflectores”. La mejor forma que tiene para expresarse es corriendo, recorriendo las montañas y demostrando su valía. Un entrevistador español lo define así: “Ricardo Mejía es uno de los más grandes corredores de montaña a nivel mundial, pero definitivamente, es el menos mediático, porque no le gusta platicar con nosotros y menos aún si tiene que hacerlo en público”.
Con el tiempo, Ricardo descubrió que utilizar la fuerza, en vez de la velocidad, le permitía vencer a sus contrincantes. Se dio cuenta de que tenía cualidades innatas para correr en ese tipo de terrenos. Es admirable cómo superó todas las circunstancias adversas, nunca se dobló, todo en la búsqueda de la excelencia como corredor. Y se especializó como corredor de montaña. Con un doble mérito: trabajar y entrenar sin descanso. La tlapalería, su sustento, la abría a las ocho de la mañana y la cerraba a las seis. Y así se hizo el rey de las montañas.