Hay aspectos saludables en los que el tipo de agua menos consumida y aventaja a las alternativas.
Sofía Pérez Calahorra
En la última década, el desprestigio de los refrescos y las bebidas azucaradas por sus efectos negativos para la salud, más allá de que fomentan la obesidad, ha generado un cambio en la demanda de los consumidores. Ahora buscamos aguas con nuevos sabores y productos con calidad nutricional y mayores beneficios para la salud, sin renunciar a que sean apetecibles.
Y entre las diferentes opciones se encuentra el agua con gas. Pero ¿merece la pena pasarse a las burbujas? Esta alternativa cuenta, desde luego, con puntos a favor: mantiene la efervescencia, es más refrescante –lo que ayuda a calmar la sed– y no aporta azúcares ni calorías.
En algunos países europeos se bebe de manera habitual. Y aunque en otros lugares, su consumo ha experimentado un crecimiento en los últimos años, sigue siendo residual: supone el 3,0 % del mercado del agua embotellada, lo que se traduce en 1,91 litros por persona al año.
Ricas en minerales
Las modalidades burbujeantes no son más que agua con ácido carbónico disuelto, responsable del ligero sabor amargo y la efervescencia. Y como sucede con el agua natural, existen diferentes tipos: carbonatadas, cálcicas, sulfatadas, magnésicas, sódicas o cloruradas.
Entre los rasgos distintivos, cabe destacar que su concentración de minerales parece ser superior al normal, tiene mayor osmolaridad (concentración total de sustancias disueltas en un líquido) y un pH básico (superior al de agua pura, que es neutro). Ese contenido de minerales varía según la marca comercial o la zona geográfica donde se obtenga.
Pero ¿influye todo esto en su capacidad de hidratar? Aunque no se ha investigado lo suficiente, parece que lo hace tan bien como el agua sin gas embotellada o del grifo. O incluso mejor, gracias precisamente a su abundancia de minerales.