La tragedia del domingo 21 de enero en el Territorio Santos Modelo (TSM), después del partido Santos-Monterrey, no debe quedar impune bajo ninguna circunstancia, mediación económica o influencia política. El atropello múltiple contra aficionados del equipo visitante provocó la muerte de una persona, arriesgó la vida de otras nueve y colocó a las autoridades y a los dueños del club en el ojo del huracán. La tropelía pudo evitarse si los protocolos de seguridad en el perímetro del estadio se hubieran cumplido con el mismo celo con que se esculca a hombres, mujeres y niños cuando ingresan al recinto. Negocio privado, el TSM recibió 150 millones de pesos del Gobierno del estado sin autorización del Congreso y acaso con cargo al moreirazo.
El aparato de relaciones públicas del polémico Grupo Orlegi, que tan eficiente ha sido para echar tierra otros a escándalos, esta vez no pudo detener la avalancha de críticas por su arrogancia frente a las víctimas. La directiva del Club Monterrey ha dado ejemplo de solidaridad al correr con los gastos hospitalarios de los lesionados. Para eludir su responsabilidad, el propietario del Santos alega que el atropello ocurrió fuera del TSM, cual si los cometidos dentro, como la adulteración de cerveza y los altos precios, fueran motivo de sanción.
Uno de los problemas de fondo es la venta inmoderada de bebidas alcohólicas en el estadio. A nadie se le encañona para que las consuma y pague por ellas, pero al exceder ciertos límites se pierde el control y pueden cometerse actos como el que ahora lamenta todo el mundo. Sobre todo cuando un equipo desmantelado, mediocre y sin espíritu pierde sin meter las manos. Pero mientras el público y los medios de comunicación toleren los desplantes y las políticas abusivas de Orlegi contra el club, el grupo no dejará de explotar esa mina de oro llamada futbol. La calidad de los planteles mexicanos, en general anodinos, es lo menos importante. Por fortuna para los laguneros, empresarios locales comprometidos con la ciudad invierten en equipos de beisbol y baloncesto. Los resultados saltan a los ojos: títulos, subcampeonatos, estadios llenos y aficiones satisfechas.
El infortunio en el TSM obliga a revisar la ley de bebidas embriagantes del estado y sus negocios con el Gobierno. Es inadmisible que el Grupo Orlegi, por más influyente que sea su propietario, Alejandro Irarragorri, actúe según su libre albedrío y dé la espalda a los aficionados. La venta de alcohol en los estadios de Estados Unidos está limitada y sujeta a horarios rígidos y sanciones severas. Asimismo deben suprimirse las exenciones fiscales y otros privilegios. La venta de jugadores reporta enormes beneficios. Resulta igualmente intolerable que la seguridad la pague el municipio y no la empresa. En cada partido se distraen cientos de policías y agentes de vialidad mientras la ciudad se deja a merced de la delincuencia.
El futbol representa un negocio multimillonario para un puñado de mercaderes y traficantes de influencias. También es fuente de poder y corrupción, y como tal incurre en abusos contra los jugadores y la afición. Otros son menos visibles, pero de mayor calado. Válvula de escape de una sociedad sometida a estrés crónico y a presiones de toda índole, los dueños de los clubes usan el espectáculo de masas para imponer condiciones a las autoridades y convertirse en sus apologetas a cambio de impunidad. El cobro por sus servicios es muy alto y a veces se paga con vidas.