Las elecciones se legitiman con votos y los Gobiernos, durante su ejercicio. Bajo esa premisa, el gobernador Manolo Jiménez puede aprovechar el capital político derivado de las urnas para depurar y modernizar la administración, responder los reclamos de justicia ignorados y marcar un nuevo rumbo. En caso contrario, pasará, como sus predecesores recientes, sin pena ni gloria. La situación financiera del estado, lastrada por la megadeuda, impide desarrollar proyectos de infraestructura a tono con las crecientes demandas de la industria global (carreteras, aeropuertos, conectividad…) y de la sociedad (movilidad, abastecimiento de agua, servicios sanitarios…). La migración es de competencia federal, pero presiona a los estados; más a los del norte.
La pérdida de legitimidad la ejemplifican Humberto y Rubén Moreira. El primero ganó las elecciones con un margen holgado de 19 puntos, pero el escándalo de la deuda, contratada ilegalmente, eclipsó su obra y lo condenó al ostracismo. El segundo alcanzó una mayor votación, pero su Gobierno se caracterizó por el abuso de autoridad, la persecución política y el déficit de inversión. Miguel Riquelme representa el caso contrario: asumió el poder deslegitimado y entre acusaciones de fraude electoral. Sin embargo, como gobernador revirtió el rechazo y rescató al PRI de las cenizas con una política basada en la apertura y la reconciliación.
Jiménez venció con una votación equiparable a la conseguida por el PRI en 2011 y muy superior a la de 2017, pero en circunstancias dispares. No recibió un estado dividido ni un Gobierno tambaleante y desprestigiado a causa de los escándalos de corrupción y de otra índole, sino estable y con niveles de aprobación aceptables. Con esas ventajas pudo iniciar su administración sin agobios y reconfigurar el poder. El PRI, el Congreso y el gabinete llevan su sello. El caso más notable es el de la Universidad Autónoma de Coahuila, donde el grupo del exrector José María Fraustro Siller, alcalde de Saltillo, ha perdido influencia.
Como parte de los movimientos para tomar todos los hilos del poder, Jiménez inclinó la balanza para que Miguel Riquelme fuera el candidato del PRI a senador y no Rubén Moreira. El forcejeo pudo haber inducido al conflicto entre el líder del PAN, Marko Cortés, y el gobernador. La nominación de Moreira suponía fortalecer a un grupo decadente cuyo último reducto es el asiento ocupado por Álvaro Moreira en el Congreso. Riquelme, en apariencia, no representa ningún peligro. Aun así, la posición de Rubén Moreira, como número dos en la cúpula priista, le permitió asegurarse tres años más en la Cámara de Diputados.
El PRI oficializó, el 24 de febrero, la nómina de candidatos a alcaldes, senadores y diputados federales. En la elección local participará en alianza con el PRD y UDC; y en la federal, con el PAN. El partido del gobernador preside actualmente 25 municipios, Morena ocho, Acción Nacional dos, y el Partido Verde, uno. Coahuila tendrá un diputado más en la próxima legislatura, para sumar ocho. La nueva demarcación, con cabecera en Ramos Arizpe, comprende las secciones de Arteaga, General Cepeda, Matamoros, Torreón y Viesca (antes del distrito seis).
Es la primera prueba electoral para Jiménez, cabeza del único estado donde el PRI todavía es la primera fuerza política, en un país dominado por Morena. El presidente Andrés Manuel López Obrador tiene una aprobación del 73.2% en Coahuila; y el gobernador, del 67.2% de acuerdo con la encuesta de enero de Demoscopia Digital/La Jornada. El problema de AMLO y de Morena radica en que no tienen perfiles, cuadros ni estructura para capitalizar esa ventaja, como se reflejó en las elecciones del año pasado.