El mundo llora al papa Francisco. El católico, por la pérdida de su guía espiritual, cuyo ascenso a la cátedra de Pedro ocurrió justo cuando más necesitado estaba de un pastor pobre, sencillo y humilde, congruente con la Iglesia fundada por Cristo. Y el que profesa otra fe, o ninguna, por respeto a las legiones de hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, que abrazan la cruz, instrumento contradictorio de escándalo y redención, para dar sentido a su existencia. Jorge Bergoglio hizo recordar al cristianismo sus raíces y a todos le abrió sus puertas. No es casual que su fallecimiento coincida con el colapso del neoliberalismo, caracterizado por la deshumanización y la cultura del descarte, a la cual el pontífice pidió responder con ternura.
En un mundo dominado por el culto a la imagen, el relativismo moral, la banalidad y el rendimiento, ya no son solo a los ancianos a quienes se descarta, sino también a personas que aún están lejos de serlo e incluso a los jóvenes. Y ni que decir tiene: a los marginados, los emigrantes y los diferentes. Francisco se convirtió en aliado y defensor de los desvalidos desde que recibió el llamado para renunciar al mundo y dedicarse a Dios. Tampoco Tampoco es fortuito que el primer papa de América Latina surgiera de la Compañía de Jesús, cuya espiritualidad y pobreza son sus distintivos. Francisco vivió la dictadura argentina —tan salvaje como las de Brasil, Chile y otros países del subcontinente— y denunció sus excesos. Como papa, tomó desde un principio partido por las víctimas de la explotación y la injusticia en todas sus formas; en especial por los migrantes.
El mundo es rehén del edadismo, del culto a la juventud y del hedonismo. Hoy lo que importa es la apariencia, el placer, exentos de sacrificio. La mercadotecnia seduce con recetas milagrosas para retrasar el envejecimiento, sin importar el ridículo que hacen quienes las siguen. Las redes sociales son una tiranía cuyas cadenas besan sus cautivos. Pues en ese mundo frívolo y vacío, un hombre de 88 años dio ejemplo de servicio, entrega y amor hasta el final de sus días. Con bastón o en silla de ruedas, encorvado por la edad e inflamado por las enfermedades, atendió a delegaciones extrenjeras. El Domingo de Resurección impartió la bendición Urbi et Orbi y recorrió en vehículo la Plaza de San Pedro poco antes de su muerte. Muchos claudican al primer soplo de viento o frente a la menor adversidad.
Jorge Bergoglio es uno de los papas más queridos y respetados de la historia por el carácter que dio a la investidura y la dignidad con que ejerció la representación. Otros también tuvieron el cariño de la grey, pero Francisco
impactó más que muchos de sus predecesores y tocó más corazones en virtud de su estilo, su preferencia por los pobres, su compromiso y su renuncia al boato. Por supuesto, tuvo críticos y detractores. Dentro de la Iglesia afrontó la oposición del ala conservadora por sus ideas reformistas; y fuera, por su crítica a los poderes que rigen el mundo y la injusta distribución de la riqueza, cada vez más palpable y a la vez intolerable.
Francisco conectó porque entendió el mundo y pugnó por «una Iglesia pobre y para los pobres». Sabía que el hambre y la sed espirituales de la humanidad solo pueden saciarse con «agua viva» y «pan de vida». Para encontrar la paz y buscar la salvación, no existen sucedáneos. El Colegio Cardenalicio tiene frente a sí el enorme desafío de nombrar como cabeza de la Iglesia a quien amplíe los caminos abiertos por Francisco, el diálogo interreligioso, la inclusión, la justicia social y el papel de la mujer. Así lo espera el mundo. Ya no puede retroceder.