“Una ciudad avanzada no es aquella en la que incluso los pobres tienen auto, sino aquella en la que hasta los ricos utilizan el transporte público.” Enrique Peñalosa
Los trenes son producto del milagro que transformó el agua en movimiento y cambió el mundo para siempre. Hoy, nos cuesta trabajo pensar en una vida sin transporte, sin combustión y sin los beneficios de la electricidad. Nos parece difícil -o casi imposible- imaginar ese mundo antiguo de carruajes tirados por animales, pero también por hombres oprimidos, en un degradante ejercicio de la desigualdad.
La máquina de vapor de Watt fue la primera en utilizarse en el transporte. Precedido por el del matemático Herón de Alejandría y por Thomas Newcomen, el invento de James Watt transformó el horizonte económico y sacudió las bases de una sociedad petrificada por siglos de un orden estático y condenatorio: nacer aristócrata garantizaba el dominio sobre quienes habían nacido campesinos y al mismo tiempo, nacer campesino, condenaba a una vida limitada y dependiente. No había vuelta de hoja.
Con su capacidad para acortar distancias, el tren revirtió paradigmas y activó la Revolución Industrial que motivó la movilidad social. A partir de aquel momento, la riqueza dejó de ser privativa de nobles y terratenientes y abrió paso a inventores, comerciantes y trabajadores que apostaban por el futuro.
Fue tal el éxito del ferrocarril, que los empresarios decidieron avanzar un paso más y ofrecer sus posibilidades a los viajeros. Así, el nieto de un hombre que jamás había salido de su comarca, podía conocer el mar y cambiar su destino al probar suerte en una gran ciudad: el horizonte se abría como un punto de encuentro y conexión.
Promesas para millones, hacia fines del siglo XIX las ciudades se industrializaron, se sobrepoblaron y organizaron como centros de un desarrollo tangible. Para la segunda mitad del siglo pasado, estas ciudades tomaron forma de megalópolis y, al vincular dos o más áreas metropolitanas, se conectaron entre sí formando enormes manchas urbanas, cada vez más difíciles de recorrer.
En este contexto se inauguraron los trenes subterráneos y a cielo abierto de Nueva York (1863), Budapest (1896), Glasgow (1896) y otras capitales. La expansión llegó a Latinoamérica y el metro de la Cuidad de México comenzó a proyectarse -con crédito francés- en 1967 y empezó a operar en 1969, tras dos años de obras en el terreno lacustre y sísmico de la capital del país.
La creación del metro de la Ciudad de México nos habla de la ambiciosa cosmovisión de los años sesenta y la urgencia por facilitar el transporte en una ciudad que había incrementado su población de 3.5 a 5 millones en apenas una década. También nos muestra los alcances de la voluntad política y el convincente argumento del regente Alfonso Corona del Rosal, que animó al presidente Díaz Ordaz a autorizar el proyecto de un metro inspirado en el de Montreal y basado en la experiencia del metro parisino: ¿Por qué no aprovechar el conocimiento ajeno?
Vistas a la distancia, las seis etapas constructivas y las 12 líneas del metro son proceso y resultado de una historia de servicio y buena voluntad, pero también del propósito de dignificar el día a día. El metro se hizo para democratizar el transporte haciéndolo accesible a todos, se construyó para acortar las distancias y para otorgarle el beneficio de la movilidad a sus usuarios.
Entendiendo esto, suena injusto que hoy México pene la muerte de 28 personas y más de 100 heridos por accidentes que visibilizan la falta de mantenimiento. Tampoco es justo que seamos testigos de la invasión de este espacio con elementos de la guardia nacional, listos para actuar ante cualquier manifestación de descontento.
El metro se implementó para mejorar la vida de los mexicanos, no para ponerla en riesgo.