Después de los cierres de sexenio de Humberto y Rubén Moreira, tormentosos y caracterizados por el escándalo, el descrédito y el desplome de la votación del PRI en las elecciones de 2017, Coahuila tendrá por lo visto un relevo suave y sin sobresaltos de consideración. «Gobernar significa descontentar», sentenciaba el Nobel de Literatura Anatole France. «Desde la aurora del hombre —advertía G. K. Chesterton, por su parte— todas las naciones han tenido gobierno, y todas se han avergonzado de sus gobiernos». Consciente de esa realidad, de la naturaleza humana y su propia circunstancia, Miguel Riquelme ejerció el poder y preparó su salida con antelación para no ser señalado ni motivo de escarnio.
La alianza con el PAN, además de electoral, sirve para neutralizar a oposiciones antes recalcitrantes y hoy devenidas en comparsa. Incluso la actitud de Morena ha sido mesurada, no así la del PT, cuya campaña por la gubernatura se basará en la denuncia, las complicidades y la promesa de cambio. Difícilmente el político de La Laguna podrá evitar las críticas contra su gobierno, pero con respecto a los Moreira los márgenes son estrechos. Riquelme podrá salir a las calles sin ser molestado como lo ha hecho la mayoría de sus predecesores. Cito en particular a Braulio Fernández Aguirre, Óscar Flores Tapia y Eliseo Mendoza Berrueto.
Riquelme recibió el Gobierno en condiciones críticas: una deuda por la que su administración habrá pagado más de 30 mil millones de pesos solo de intereses; desprestigio nacional e internacional por la corrupción, las masacres las desapariciones forzadas y una elección impugnada. El gobernador estiró la liga con el presidente Andrés Manuel López Obrador, pero tuvo el cuidado de no romperla. Los recortes de fondos federales —no de participaciones— responden a una política nacional contra el derroche y la desviación de recursos. En el mejor de los casos a objetivos distintos a su naturaleza; en el peor, a enriquecer a políticos y funcionarios. Sin embargo, los efectos varían según la situación financiera de cada entidad. El lastre de Coahuila es la «moreirazo» impune que priva de infraestructura y servicios.
Estabilizar la entidad y recuperar la confianza ciudadana requirió altas dosis de paciencia, disciplina y desvelos. Los empresarios —nuevo y poderoso sector del PRI— que en otros sexenios promovieron campañas contra gobernadores y alentaron a la oposición, aprovecharon la circunstancia para convertirse en aliado del Gobierno, obtener mayores privilegios e incidir en la toma de decisiones. La política conciliatoria de Riquelme dio resultados y mantener la seguridad en niveles aceptables favorecerá a su partido en las elecciones de junio. No ser sembrador de vientos le evitará tempestades en la parte final de su Gobierno y ser bien recordado. No por todos, pues en política tal cosa es imposible.
El reconocimiento del secretario de Gobernación, Adán Augusto López, a la gestión de Riquelme, durante la conmemoración del 110 aniversario de la firma del Plan de Guadalupe, lo es también del presidente López Obrador y de la mayoría de los coahuilenses. El retrato que el representante de AMLO hizo del gobernador recoge el sentimiento de una sociedad que no olvida los agravios de un pasado preñado de engaños y discordias: «Es un hombre noble, generoso, dedicado a su estado». Solo falta el dictamen de las urnas. Si se le juzga a él, en vez de a los Moreira, puede estar tranquilo.