El mejor homenaje que puede tributarse a las personas buenas es imitarlas.
Concepción Arenal
Pocos empresarios y políticos generan al morir manifestaciones de duelo más allá de sus relaciones familiares, económicas y gubernamentales. Cuando fallece un potentado las páginas de los diarios rebosan de pésames incluso durante varios días. Las condolencias pasan inadvertidas para el común de las gentes, sobre todo para el difunto. Quienes han ostentado altos cargos (presidentes, gobernadores, secretarios de Estado…) no reciben tales honores, a menos que en el devenir de su carrera también se hayan convertido en oligarcas. Raros son los políticos cuya muerte conmueve genuinamente a la sociedad. Todo el mundo cosecha lo que siembra, en especial quienes ejercen algún tipo de poder.
Pocas veces veo televisión y cuando por curiosidad la enciendo recuerdo a Woody Allen. «En California no tiran la basura: la convierten en programas de televisión». Décadas después, las cosas están peor, pues las pantallas tienen hoy legiones de aliados en los teléfonos inteligentes, las tabletas y otros artilugios, los cuales secuestran la atención y roban la calma. Quizá esté mal, pero, en retrospectiva, prefiero mil veces a Jacobo Zabludovsky, periodista culto, quien cada 24 horas presentaba las noticias más relevantes, al bombardeo informativo —irrelevante y tendencioso la mayoría de las veces— a cargo de merolicos, mercenarios y payasos divos.
Por un canal de televisión de Monterrey me enteré, en el descanso de año nuevo, del ataque cardíaco sufrido por el empresario Carlos Bremer Gutiérrez (63) el 2 de enero en su despacho. Sabía muy poco de él en realidad. Escuché su nombre por alguna conferencia o por el programa Negociando con tiburones. El impacto causado por su muerte, tres días después de haber sido internado, me abrió los ojos. Cuánta gente lo apreciaba y a cuántos ayudó e inspiró este hombre que hizo tanto en poco tiempo. Por lo que he leído, a los muchos que tocó en los ámbitos deportivo, artístico, financiero y comunitario les cambió la vida y les abrió horizontes promisorios. «Esperar siempre lo mejor» fue acaso su último consejo. Para él fue «el cielo, la meta», dijo su hija Adriana.
Bremer desveló en un foro realizado en 2017 cómo nació su amistad con Bill Clinton antes de ocupar la presidencia de Estados Unidos y cómo una llamada con él, tras el «error de diciembre» de 1994, contribuyó a salvar a México del colapso. Pues horas más tarde, y con el Congreso en contra, Clinton aprobó un paquete de créditos para apagar las llamas encendidas por el Gobierno de Salinas de Gortari. En una charla posterior, Bremer le agradeció el auxilio. «No lo hice por ayudar a México, sino porque es lo que le convenía a mi país», replicó el político de Arkansas.
No es casual, entonces, que el deceso de una persona con los talentos y virtudes de Bremer haya concitado aflicción en múltiples sectores. La humildad, bonhomía y el altruismo que no buscan aplauso ni esperan recompensa son su impronta. México clama a voz en grito por líderes de su talla. El fallecimiento de Bremer ocurrió temprano, pues pienso que después de los 90 es cuando realmente se empieza a envejecer. El regiomontano no esperó tanto para emprender otros planes, menos terrenales. Su legado principal es el ejemplo de una buena persona que tal vez no imaginó cuanto dolor y consternación provocaría su muerte.