Un cuarto de siglo después de la alternativa, el diestro madrileño se despide del toreo en Sevilla con una actuación emotiva y emocionante
Más que por naturales, el Juli toreaba por letanías. Se despedía en cada muletazo. Y sonaba la banda de La Maestranza con la solemnidad de un sepelio. Porque se «moría» Julián López en cada trance. Tenía sentido que el pasodoble de la retirada fuera Suspiros de España en su hondura. Y que hubiera plañideras dispuestas a tararearlo entre abaniqueos y lagrimones.
Hemos envejecido de golpe 25 años. Las canas y las arrugas nos delatan inmisericordes, como si fuéramos el retrato ajado y decrépito de Dorian Gray. La eterna juventud del Juli se había convertido en el mejor antídoto y remedio contra el paso del tiempo, pero la despedida de Julián López en La Maestranza representa un ejercicio de memoria brutal y radical.
No fue una tarde ni triunfal —silencio y oreja es el balance estadístico de la tarde— ni triunfalista, pero sí una experiencia de emociones y de recuerdos.
Costaba admitir que hubiera transcurrido un cuarto de siglo —¡un cuarto de siglo!— desde que lo vimos doctorarse. No ha dejado ser el Juli un niño ni en su aspecto, ni en su afición, ni en su ambición, aunque las razones de su gloria y del duelo proceden de su condición de hombre prodigio.
Y hemos envejecido de golpe 25 años. Se nos iba el tiempo y la memoria en cada lance y muletazo de Julián. Se agotaba el reloj de arena en cada verónica y en cada natural. Y no queríamos perdérnoslo, aún conscientes de que la experiencia podía abrumarnos. Un cuarto de siglo.
El mejor remedio, la mejor anestesia, acaso consistía en disfrutar cada momento como si fuera el último.
Y sumarse al entusiasmo de la plaza cada vez que el Juli se embraguetaba con el cuarto de la tarde.
El «garcigrande» colaboró realmente poco, pero el Juli fue capaz de sobreponerse a las dificultades con la terapia de la sabiduría y el temple.
Suspirábamos con la música del «funeral» y se nos iba Julián en su plenitud.
La entrega del matador en su propio acabose explica que al último toro de su carrera quisiera recibirlo a portagayola. El silencio arropaba el trance y la tensión. Y el estruendo de la música agradecía las verónicas de manos bajas en el centro del platillo. Era de justicia corresponder la generosidad del maestro. No solo por las cifras hiperbólicas que jalonan su trayectoria, sino por la pureza, la verdad y la clarividencia de su tauromaquia. Y por su reputación planetaria. Banderas de México y aficionados de Francia. Entradas al precio de un potosí. Y la conmoción de los aficionados, cuyas ganas de izar a hombros al Juli se resintieron de los protocolos ministeriales. El reglamento dice que la Puerta del Príncipe se abre al precio de las tres orejas. Una solo cortó Julián López, pero hubiera tenido sentido asomarlo a Guadalquivir a hombros, igual que se hizo con otros matadores —Manzanares, el Cid— que no reunieron los trofeos necesarios.
La diferencia es que el Juli no quiso ofrecerse a la muchedumbre. Y que su propia rectitud e integridad malograron la expectativa de forzar la normativa. Tampoco quiso cortarse la coleta. Quizá porque no se ha marchado del todo. Y porque quizá tiene pendiente volver a México, cuando prescriba la prohibición de la plaza donde el niño se hizo hombre con apenas 14 años.
Importa que el Juli ha salido a hombros por la puerta grande de la historia, digan lo que digan sus detractores. Llevaremos luto por él, como escribían del Cordobés Dominque Lapierre y Larry Collins. Y le reprocharemos acaso habernos envejecido de golpe: 25 años en una tarde.
No estaban de convidados ni Sebastián Castella ni Daniel Luque en el ruedo de La Maestranza. Los dos tuvieron la deferencia de brindarle el primer toro y los dos enseñaron los espolones para rivalizar con la autoridad del maestro.
Castella anduvo despegado y desdibujado con un lote asequible —mejor el segundo de Garcigrande que el quinto—, mientras que Daniel Luque expuso las razones de su estado de gracia. No ya con el primor de las verónicas, sino con la enjundia y el poder de su trasteo al tercero de la tarde.
El premio rotundo de las dos orejas reflejaba el aspirantazgo del propio Luque, ahora que el fin (voluntario) de la hegemonía del Juli deja abierta la cuestión sucesoria. Y no será fácil encontrar un heredero ni un sustituto a un matador total e integral cuya insólita longevidad ha marcado una época.
El Juli se marchaba de la plaza y de nuestras vidas con los andares sinceros de un torerazo al que ya empezamos a echar de menos
Comparecía el Juli en Sevilla con las mejores premoniciones. Porque La Maestranza ha sido su plaza más leal y más afín —siete puertas del Príncipe— y porque la salida a hombros de Las Ventas en la noche del sábado alojaba un acto de reparación. Había sido cicatera y vengativa Madrid con el torero madrileño. Le habían maltratado por su condición de primera figura, de tal manera que la generosidad de las orejas podía interpretarse como un acto de expiación al que puso adecuada dramatugia la «invasión» de chavales jóvenes en el ruedo para llevarlo en volandas en una salida multitudinaria.
No hubo una réplica semejante en Sevilla ni un «levantamiento popular», pero el Juli se marchaba de la plaza y de nuestras vidas con los andares sinceros de un torerazo al que ya empezamos a echar de menos.