Miguel Riquelme respetó al pie de la letra al guion que lo llevó a la gubernatura: aseguró el continuismo del proyecto político iniciado en 2011 con la toma del poder por parte de los Moreira; mantuvo bajo siete llaves el expediente de la megadeuda, cuya amortización tardará al menos un cuarto de siglo; brindó inmunidad a sus predecesores inmediatos y les concedió cotos de poder. Humberto provocó la ruina financiera de Coahuila y lo hundió en la peor crisis de seguridad de su historia. Rubén solapó a su hermano, hostilizó a sus críticos, dividió al estado, ejerció el poder con ínfulas de dictador y en su Gobierno se desviaron cientos de millones de pesos a empresas fantasma.
Riquelme hizo su parte para afianzar la transexenalidad del proyecto y como gobernador superó a los Moreira. En su sexenio, a punto de expirar, Coahuila dejó de ser noticia nacional e internacional por escándalos de corrupción, nepotismo y violencia. Y cuando algún affaire explotó, de inmediato fue apagado. Riquelme figura, de acuerdo con algunas encuestas, entre los mejores gobernadores del país.
Humberto Moreira fue calificado en su momento como «el mejor gobernador de México», muy por encima de Peña Nieto, pero tan pronto dejó el cargo, su estrella se eclipsó. El destape de la deuda por 40 mil millones de pesos —incluidos los pasivos con proveedores— provocó su defenestración de la jefatura del PRI; su detención en España por lavado de dinero y otros cargos; su expulsión del viejo partido hegemónico y el retiro vergonzoso de su retrato de la galería de expresidentes. Rubén Moreira ha sobrevivido políticamente más por su habilidad para cambiar de chaqueta que por sus dotes de líder. Él y Alejandro Moreno tienen arrodillado al PRI frente al presidente Andrés Manuel López Obrador.
Riquelme se preparó para un final menos abrupto y al parecer lo ha conseguido. Sin obra pública que lo trascienda y acredite su paso por la gubernatura, como a Braulio Fernández Aguirre, pues el moreirazo desplomó la inversión y disparó el rezago de infraestructura y servicios, pudo conservar la seguridad en niveles aceptables, mientras en otras entidades imperan el caos y la violencia. La inversión extranjera directa mantuvo su ritmo ascendente debido a la dinámica propia del estado, pero en el corto plazo podría desacelerarse por la falta de carreteras, el desabasto de agua y el insuficiente equipamiento urbano.
Luego de haber estado a punto de perder la gubernatura y de recibir un estado en crisis y sin crédito, Riquelme impuso su estilo personal y levantó al Gobierno de las ruinas. La gestión del lagunero fue clave para el triunfo de Manolo Jiménez. Dadas las circunstancias, Riquelme no pasará a la historia como uno de los mejores gobernadores de Coahuila —en buena medida por el estigma de los Moreira—. Pero quizá sí como uno de los mejor recordados, pues no utilizó el poder para dañar; al menos, no de manera deliberada. Sobre su ética solo hay rumores. Lo paradójico es que el gobernador por tanto tiempo esperado en La Laguna convenció y recibió más apoyo de los saltillenses que de sus paisanos. En su fuero interno debe sentirse tranquilo por haber cumplido, pero al mismo tiempo insatisfecho. El moreirazo lo ató de manos y le impidió realizar las grandes obras que marcan un antes y un después.