Me contaba el viejo maestro Carlo Maria Gilulini sus diferencias con Maria Callas en el desenlace de “La Traviata”. Cada vez que sobrevenía el sobreagudo del aria final -”Addio al passato”-, la cantante se estremecía de tal forma que la nota se le calaba.
Ocurría en los ensayos y sucedió en las funciones de la Scala, pero el “desliz” vocal no deslucía el estremecimiento de los espectadores. Lo fomentaba, como si hubieran escuchado e interiorizado las explicaciones que la diva opuso al maestro italiano:
-”Me estoy muriendo”.
No se se estaba muriendo Maria Callas. Se moría Violetta Valéry, pero su identificación con la agonía del personaje de Verdi le impedía finalizar el aria con un agudo tintineante e impecable. Se moría la Callas cada noche en la Scala. Se le quebraba la voz en el sobreagudo.
La anécdota tiene interés en el centenario del nacimiento de la “absoluta” porque aquellas memorables funciones demostraban la imperfección y la verosimilitud de la artista. O la verosimilitud que se derivaba de la imperfección, haciendo de Violetta no sólo un papel operístico ni un exorcismo verdiano, sino una mujer que se despedía del mundo con una plegaria descoyuntada.
Advirtió el prodigio Luchino Visconti, hasta el extremo de que la dramaturgia en blanco y negro de aquel histórico montaje se concibió como un patíbulo de Maria Callas. Ella ocupaba la escena. Le daba sentido. Bastaba revestirla con un sudario blanco en un decorado tenebroso.
Maria Callas era la Traviata, la descarriada. Como fue la Medea de Cherubini y la Carmen de Bizet. Y como fue quien quiso sobre el escenario -y quien no quiso fuera de él-, pues la versatilidad apabullante de la cantante obedece a la mejor explicación que pueda aportarse sobre su fama de artista absoluta: para asumir la Brünnhilde de Wagner, la Rosina de Rossini o La Vestale de Spontini, Maria Callas tenía que ser ella misma.
Maria Callas. Que no fue la mejor soprano del siglo XX porque ni siquiera fue soprano. Que no fue la mejor cantante de la centuria porque fue mucho más que una cantante. Y que sigue vendiendo más discos que nadie en 2023 porque su misterio y su humanidad nos abruman.
Callas era un fenómeno. Un animal. Un monstruo.
Pueden mencionarse a favor del mito su naturaleza felina y su muerte prematura. Pueden destacarse sus pasiones amorosas y el atribulado romance con Onassis. Callas se había convertido en un personaje literario en vida y se ha convertido en un personaje legendario en la muerte, pero cualquier retrato póstumo y honesto que pretenda hacerse resultará frívolo y oportunista si no aparece en primer plano la personalidad artística.
Los discos son un documento inequívoco. Por un lado resulta frustrante no experimentar la sugestión que incitaba su presencia escénica, pero las grabaciones proyectan su densidad y su magma creativo. Abruman y convierten al oyente en un cómplice necesario.
Queremos decir que Maria Callas no permite que se le escuche contemplativamente. Te secuestra, te exige implicarte en su drama. Drama porque Maria Callas, aun habiendo sido una cantante rossiniana, acudía al teatro para morir todas las noches. Unas veces como Tosca, arrojándose al Tíber. Otras ejecutadas, como la Maddalena de “Andrea Chénier”. Y tantas veces, tantas, escarmentada por el destino. Como la Violetta Valéry que Visconti convirtió en un funeral premonitorio.
Porque Maria Callas murió en París, igual que la dama de las camelias (“Me moriré en París, con aguacero, un día del cual ya tengo el recuerdo”, escribió César Vallejo). No quedan claros los motivos. Ni puede hablarse categóricamente de una sobredosis de medicamentos. Ni de un suicidio. O sí puede hacerse, porque Maria Callas y sus misterios forman parte de un “problema de actualidad” que revisitamos una y otra vez desde la idolatría o desde el morbo.
Sabemos que sufrió un infarto. Que se le rompió al corazón. E imaginamos que su plegaria al pasado terminaría malográndose, calándosele la voz. Como le dijo a Carlo Maria Giulini. “Porque me estoy muriendo, maestro, porque me estoy muriendo”.
Un nicho funerario la recuerda en el cementerio de Père Lachaise. Pueden depositarse flores y se puede rezar por el sufragio de su alma, pero los devotos que acuden a visitarla saben que Maria Callas no se encuentra allí dentro. Sus cenizas se esparcieron en el mar Egeo, como si fueran las de Medea. Y el mar las meció como una barcarola por los siglos de los siglo