Cada día que Rodri convalece por su lesión del cruzado, más se justifica el balón de oro que recibió en París. Tan grande es la orfandad del Manchester sin su metrónomo que Guardiola proclamó que la baja del centrocampista madrileño equivalía a arrebatarle a Jordan a los Bulls.Exageraba Pep, claro. Y no por cuestionar los méritos de un futbolista superlativo que sujetaba el equipo y lo hace jugar desde la clarividencia, sino porque el mister aprovecha la ausencia de su lugarteniente para sustraerse a sus propias responsabilidades.El City parecía un desfile de fantasmas en el Bernabéu y Guardiola se desenvolvía como un náufrago, de tal manera que Rodri se ha convertido en la excusa -y no la razón- de una temporada fallida y de un porvenir incierto.El presupuesto multimillonario del club y la calidad de la plantilla trascienden la dependencia de un futbolista. Y delatan al antaño elegante Guardiola en un proceso de malas formas, impertinencias desconocidas, acritud con la prensa, arrogancia con los colegas, nerviosismo infantil.Ha llegado a somatizar la crisis haciéndose sangre con las uñas en la divina calva, como si le sangraran las neuronas y como si estuviéramos asistiendo a una pérdida de papeles y de agitación que evoca el mal ejemplo de Mourinho. Crispado. Faltón. Irreconocible.
Guardiola ha sido el artífice de un fútbol de autor fabuloso, creativo, hipnótico, pero no sabe relacionarse con la derrota ni jugar en la supervivencia, de tal manera que ha triturado el seny del que se vanagloriaba, el señorío, y empieza a depender del prosaísmo del los resultados, como cualquier entrenador, cualquiera, cualquiera.Y no ha sido un cualquiera Guardiola, ni como entrenador ni como activista.El psicodrama soberanista no hubiera sido igual sin la implicación pornográfica del Fútbol Club Barcelona y sin la implicación de Guardiola como portavoz de la causa victimista.No le han faltado nunca razones al mister del Manchester para denunciar la opresión, la restricción de libertades y el ataque a los derechos humanos. Por ejemplo, en Qatar, la satrapía donde residió el camarada Xavi con todas las peculiaridades medievales. O por ejemplo, el presidente y propietario de su club, el jeque Khaldoon Al Mubarak, cuyo país de origen, Emiratos Árabes, aplasta las libertades elementales.No, el mensaje doloroso de Guardiola iba dirigido al Estado español, atribuyéndole todas las atrocidades que sospechosamente promueve y exagera el movimiento soberanista, desde la profanación de la separación de poderes a la represión identitaria, el propagandismo supremacista y la condescendencia o complicidad delictiva con la subversión.
Guardiola se perfiló como el mejor reclamo populista del independentismo. Es un tipo instruido y carismático. Habla idiomas. Se desenvuelve como un magnífico estratega. Simboliza la repercusión internacional del drama, representa mejor que nadie la parábola del hijo pródigo.El fervor blaugrana le garantiza la unanimidad, predispone su perfil mesiánico. Y lo convierte en un remedio providencial a la escasez del banquillo soberanista, tanto por la mediocridad de unos líderes como por el destierro (Puigdemont) y la inhabilitación de los otros aspirantes al timón de la patria.El fútbol se había convertido en el mejor aliado del soberanismo. Quizá porque los estadios -aquí y allá- han alojado con antelación y unos grados más de temperatura los humores de la sociedad. Son espacios de exacerbación, “calderas de pasiones”. Las guerras balcánicas se declararon antes en los campos de césped mullido que en los campos de batalla abruptos.Y el Barça de Guardiola -y viceversa- aglutinaba, exteriorizaba y multiplicaba la adhesión al oficialismo. O desempeñaba un papel cómplice e inductor del discurso independentista en la amalgama temeraria de las emociones: la fe del fútbol se confunde con la fe de la política, se abastecen entre sí las una y la otra amontonando los símbolos religiosos e iconográficos.Era la razón por la que Guardiola representaba el papel del sumo sacerdote. El Barcelona es un club de vocación universal y de estrellas internacionales, pero el sensacionalismo y el oportunismo lo han transformado en un aparato de propaganda identitaria y de exclusión, apurando el lenguaje de la resistencia y de la victoria frente al monstruo de Madrid, o del Madrid.
Fue Vázquez Montalbán quien definió al Barça como el ejército simbólico de Cataluña. Y fue el presidente Agustí Montal Costa quien acuñó el predicado del “mès que un club”, pero el club catalán tanto ha sido un brazo de la subversión como ha convivido dócilmente con el régimen. Sucedió en tiempos de Franco. Y ocurrió cuando Jordi Pujol despolitizó el equipo en coincidencia y convivencia con el movimiento pujolista.La gran ruptura sobrevino con el ultranacionalismo del presidente Joan Laporta. No es que el Barcelona se mimetizara con los humores sociales. Los predispuso en ocho años de éxitos deportivos y de equivalentes escaramuzas políticas.Era el Barça del dream team y del “sueño” independentista, hasta el extremo de que proliferaron las consignas internacionales en las gradas –Catalonia is not Spain– en la inercia triunfal del guardiolismo. Había tomado partido el equipo para vanagloria de los hinchas locales y para desasosiego de los aficionados laicos -catalanes y no catalanes-, no ya desconcertados con la manipulación emocional, sino contrariados cada vez que prorrumpían los gritos de independencia en el minuto 17 y 14 segundos.1714 es la fecha de la “guerra de Cataluña”, la cabalística del mito fundacional, que se jalea simbólicamente cada vez que el equipo comparece en el templo del Camp Nou. Se trata de exponer un mensaje libertario en el hábitat de la “liga española”, pero la obscenidad de estos rituales no hace sino emular el uso del fútbol como opiáceo. Lo decía el dictador Salazar: Dios, patria y fútbol, aunque Lamine Yamal sea de origen magrebí.