El arte se está plagando de creadores cómodos, blanditos y adoctrinados por lo correcto. Pero el artista debería ser el chivo expiatorio de las cóleras de su época, poniendo su voz siempre por delante de los catecismos
Últimamente, veo que revolotean como polillas en un armario abandonado los artistas que se pretenden más cómodos que unos leggings. Me escaman esos escritores, músicos, pintores y demás strippers de la farándula, encamados en el beneplácito de una determinada temperatura ideológica a la moda, incapaces de rasgar las vestiduras por nada que no los mantenga tras la falange discursiva que los protege.
¿A qué viene esto? Pues a que recientemente me he visto encarado con un autor. Hacía tiempo que no me peleaba con él y me ha devuelto a viejas trincheras que, aunque nunca se fueron, se habían ido olvidando por entrar yo en otras guerras.
El tipo se llamaba Antonin Artaud, y sus palabras sobre la crueldad artística me han puesto de nuevo a fuego la bilirrubina. A cada nueva línea suya que engullo, es como si con esa cara de cretino-alocado su fantasma me hiciera una visita pasándome gasofa para incendiar en mí el beneplácito, lo correcto, lo que es apropiado largar.
Para Artaud, el sufrimiento se transformaba en materia. Según él, uno no puede ser honestamente humano si no se encara con su individualidad, hasta hincarle el diente a las tinieblas de su interior. Y la condición del artista es plasmar dicha batalla. Dar cuenta del sufrimiento de los supliciados, llegará a decir.
El artista, cree Artaud, ha de auscultar el corazón de su época para convertirse en el chivo expiatorio que lleve sobre sus hombros las cóleras errantes de su tiempo, a fin de descargarlo de su malestar psicológico… Así, en frío, no parece fácil, ni del todo comprensible. Entiéndase que el colega hace un llamamiento a la provocación de lo indecible. A señalar, con luces de neón de ser necesario, el elefante en mitad de la habitación al que nadie quiere prestar atención, aunque ello implique ser cruel. Aunque ello implique jugársela.