Empezar el año es una bendición. El ruido y las luces de las fiestas se han vuelto a apagar. Las máscaras caen y el vértigo y la soledad, exacerbados por la tecnología, el individualismo y la indiferencia, de nuevo nos atrapan en sus redes. El bullicio, el consumo y la evasión jamás llenarán el vacío existencial, al contrario, lo agigantan. Las tristezas profundas se reinstalan y asaltan el alma. Nos conturban y colocan frente a nuestro espejo personal donde podemos contemplarnos tal cual somos: pequeños, insignificantes, frágiles, indefensos. Quienes entienden el acontecimiento que cambió la historia de la humanidad
en el pesebre de Belén, donde Jesús nació hace más de dos mil años, y se postran ante Él para adorarlo y abrazar su mensaje de amor a Dios y al prójimo, encuentran paz, felicidad y dan sentido a su existencia. Regreso a André Malraux: «El siglo XXI será espiritual o no será». El mundo se resiste a aceptar esa verdad por ir contra certezas falsas, fundadas en la superioridad del hombre y de la ciencia y en la felicidad artificial, de escaparate.
La muerte nos acompaña día y noche. Su omnipresencia intimida e incomoda. Echarla a un lado es inútil. Lo sensato es aceptarla, no para angustiarnos, sino para liberarnos de su yugo y aliviar nuestros miedos. Pues significa el paso hacia lo que en realidad buscamos: la plenitud. «En cuanto al día aquel y a la hora, nadie sabe nada, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sino solo el Padre. Cuando se manifieste el Hijo del hombre sucederá lo mismo que en tiempo de Noé. En los días anteriores al diluvio, la gente comía, bebía, hombres y mujeres se casaban, hasta el día que entró Noé en el arca». «Lo mismo ustedes, estén preparados; porque a la hora en que menos piensen, vendrá en Hijo del hombre» (Mateo 24: 36-38, 44).
Estar aquí, en este preciso instante, es un milagro, una bendición de Dios y una proeza. Más en estos tiempos convulsos, de muerte, guerra, injusticia e insolidaridad. Cuando miles de personas de todas las edades caminan por las carreteras de nuestro país en busca de un futuro digno. Más desde la pandemia de coronavirus que trastocó nuestras vidas y la forma de verla —no de vivirla, pues fácilmente olvidamos sus lecciones—. La ausencia de gente entrañable que no ha podido ver los primeros rayos de este año arrasa mis ojos de lágrimas. De ellos escribí en su momento. Recuerdo a Toño Harb, a María de la Luz de la Peña de Fuentes, a Felipe Rodríguez Maldonado, a Gloria Tobón Echeverri, a Jaime de la Fuente, a Leopoldo Jiménez, a Antonio Barajas, a Armando Guadiana.
En los últimos días del año murieron otros dos amigos inolvidables. Juan Antonio Abusaid Rodríguez, con quien hace tres meses charlé y quedamos en volver a reunirnos después de diciembre e incorporar a Toño Barajas. El domingo viajé a Torreón para acompañar a su familia en las exequias. Un mensaje nocturno de Sergio Martínez me partió el corazón: «Falleció hace unas horas nuestro amigo René Molina». La noticia la compartí de inmediato con mi esposa Chilo y con nuestros hijos Ana Cristina, Gerardo y Ernesto. Apenas el jueves desayunamos en el Viena, donde tuvimos la suerte de saludar a don René, sin imaginar que el abrazo en que nos fundimos sería el último. Nuestro nieto Ernesto, de nueve años, y él, eran amigos. Quizá los niños, por tener el alma limpia, ven lo que la mayoría de nosotros no, debido a nuestras orejeras de adulto. Don René también tenía espíritu infantil. Al verse, se les iluminaron los ojos. ¿Qué se dijeron en esa mirada transparente? Lo ignoro. Pero, por primera vez, se dijeron uno al otro: «¡Compadre!». Extrañaré su hospitalidad, su sonrisa cálida y sus palabras de aliento los martes o cualquier otro día de la semana, cuando los visitábamos en el Viena para desayunar. El espacio se acaba, pero la tristeza no. Tampoco la gratitud de ser su amigo. De don René y de Juan escribiré por separado cuando deje de sentir este nudo en la garganta.