Mucho se habla de Vladimir Putin y de su vampirismo, pero nunca de su abuelo. Me refiero a Spiridon. Y ya sé que el patronímico suena a medicamento, aunque la verdadera reputación del antecesor del tirano proviene de los fogones. Porque Spiridon fue un ilustre cocinero, si es que damos por buena la reconstrucción de su biografía que puso en órbita el nieto Vladimir para identificar el itinerario de su linaje.
Habría sido Spiridon un talentoso chef en el hotel Astoria de San Petersburgo. Y habría recibido los parabienes de Rasputín, aunque la fama de Putin el viejo también abarcó a los artífices de la Revolución. Porque dio de comer a Lenin cuando el líder bolchevique recaló en Gorki. Y porque formó parte de los cocineros favoritos de Stalin.
Nadie se había preocupado de rastrear la verosimilitud de la historia hasta que se encargó de hacerlo Witold Szablowski, un periodista polaco a quien entrevisté hace unos días y a quien siempre ha fascinado la relación entre los fogones y los tiranos. Y la posición de riesgo que desempeña un cocinero cuando debe satisfacer el apetito de un dictador, no digamos en el control de las especias y los venenos.
Nos cuenta Szablowski que la viuda de Lenin murió después de comerse un pastel que le había proporcionado Stalin, aunque al pasaje más interesante de su ensayo Rusia desde la cocina consiste en demostrar que Putin se inventó por completo la gloria culinaria de su abuelo.
Spiridon fue un cocinero de trayectoria modesta en comedores precarios. Y no hay manera de relacionarlo con los zares ni con los tiranos, pero ya nos dice Szablowski que la verdad no es otra cosa para Putin que un suflé.