La institución más confiable y cercana a la población es el Ejército; y la más lejana y menos fiable, la policía. En casos de desastres y emergencias son los militares quienes asisten primero a las zonas afectadas y brindan auxilio a las familias, sobre todo a las más necesitadas. No es casual, entonces, que las fuerzas armadas sean también las mejor calificadas. El fracaso y corrupción de los políticos los aparta de la sociedad, quien los reprueba. Las autoridades civiles han recurrido siempre al Ejército para afrontar a la delincuencia organizada, cuya expansión deriva de la venalidad e incompetencia de policías, ministerios públicos, jueces y magistrados.
Los países con auténtico Estado de derecho no están exentos de conflictos y violencia, pero se aplica la ley y la delincuencia organizada no constituye una amenaza para las instituciones y las fuerzas armadas se concentran en las actividades propias de su naturaleza. No es el caso de México, donde los carteles de la droga han rebasado a las policías e influyen en decisiones políticas. El fenómeno empezó mucho antes de que el presidente Felipe Calderón confrontara a su Gobierno con las organizaciones criminales. Encomendar esa responsabilidad al Ejército constituyó un recurso extremo frente a la gravedad del problema.
No hay presidente, decía Enrique Peña Nieto, que «se despierte pensando cómo joder a México». Andrés Manuel López Obrador ofreció en campaña regresar al Ejército a los cuarteles, pero una vez en el poder advirtió, con razón, que hacerlo profundizaría la crisis de seguridad. La retórica política dice que los militares están en las calles. Sin embargo, en las ciudades no se observan patrullas de soldados o ejercicios castrenses. La propuesta de «abrazos, no balazos» la toman las oposiciones y los sectores contrarios al presidente al pie de la letra. El propósito es evitar acciones de exterminio y no exponer a personas inocentes.
La estrategia no ha brindado los resultados de- seados, pero tampoco se puede cambiar según el clima político o el estado de ánimo del presidente y de opinión pública. Menos ahora, cuando las entidades y los municipios no disponen de policías suficientes. Las fuerzas públicas no están capacitadas ni equipadas para hacer frente a bandas criminales que las su- peran en recursos y en poder de fuego. Sin la participación del Ejército en labores de seguridad pública, los gobernadores y los alcaldes serían incapaces de mantener la estabilidad en sus territorios.
La violencia, la inseguridad y la presencia del crimen organizado aumentaron en el último año en forma notable. Sin embargo, contrario al juicio de la «comentocracia», el 39% de los ciudadanos opina que la estrategia «más efectiva para combatir la inseguridad» ha sido la del presidente López Obrador, por encima de las diseñadas por Felipe Calderón (12%) y Peña Nieto (7%) [Reforma, 31.08.22]. El plazo para extender el trabajo de seguridad pública de las fuerzas armadas no debe exceder de 2028. Es un tiempo razonable para que la Guardia Nacional se consolide.
En México la falta de continuidad impide que aun los planes mejor concebidos prosperen. En este sentido, un elemento clave para ofrecer al país soluciones a mediano y largo plazo en materia de seguridad es que el Ejército y la Guardia Nacional son las instituciones más confiables. Su aprobación es del 62 y 53%, respectivamente, de acuerdo con una en- cuesta de SIMO Consulting para El País (18.05.21). Mucho contribuirían el presidente López Obrador y las oposiciones, si en este y otros asuntos antepusieran el interés de la nación a sus filias y sus fobias. Pues de lo contrario, todo el mundo pierde.