Cinco de febrero —¿1995 o 1996?, no recuerdo el año—. El exgobernador Óscar Flores Tapia celebra su cumpleaños en casa con un desayuno. Acudimos no más de cinco de sus amigos. Uno de ellos es Enrique Martínez a quien convirtió en alcalde de Saltillo y retrata en su biografía El señor gobernador. Marco Flores, nieto de don Óscar, le pasa el teléfono y el festejo toma por instantes un giro inesperado: «¡Luis, hermano!». La emoción entrecorta el saludo. El anfitrión contiene el llanto y prosigue: «Si tuviera treinta años menos me lanzaría a la sierra para defenderte. Lo que intentan hacer contigo es una canallada».
Flores Tapia, como otros políticos forzados a emigrar de Coahuila por el gobernador de turno, pero que a la postre volvieron como candidatos, habla con Luis Echeverría. El expresidente llamó para felicitarlo por su aniversario. La presión para enjuiciar al hombre de la guayabera por las matanzas del 2 de octubre de 1968 y del Jueves de Corpus de 1971 aumentaba conforme la sucesión presidencial del cabalístico 2000 (el de la alternancia) se aproximaba. Dos años después del fallecimiento de don Óscar, el 11 de julio de 1998, Vicente Fox echó al PRI de Los Pinos. Una de sus primeras promesas consistió en abrir los archivos de la masacre en Tlatelolco y crear una Comisión de la Verdad. Una Fiscalía Especial acusó a Echeverría de genocidio.
Echeverría asistió a los funerales de Flores Tapia. El exgobernador fue velado en Palacio de Gobierno y sepultado en la Rotonda de los Coahuilenses Distinguidos por disposición de Rogelio Montemayor. «Vino Rogelio», me contó, una mañana, en su biblioteca, presidida por bronces de Dante, Luis Felipe, Carranza y un enorme óleo suyo, después del almuerzo de los miércoles. «Anda inquieto por Enrique (Martínez). Piensa que le puede arrebatar la candidatura, pero lo tranquilicé: “Tú eres el amigo del presidente (Salinas de Gortari), así que ya la tienes como en la bolsa. Despreocúpate”, le dije».
El presidente Ernesto Zedillo visitó Saltillo al inicio de su gestión y uno de los invitados de primera fila fue Flores Tapia. «Le gustó mucho mi corbata y se la quise regalar. Agradeció el gesto, pero no aceptó», me contó, muy orondo. Megalómano, a don Óscar le hubiera gustado ser homenajeado no solo en el Palacio de Gobierno, una de sus grandes obras en Saltillo (en este caso se trató de una remodelación), pero el tiempo no alcanzaba para llevar el féretro a los edificios del Congreso, el Tribunal de Justicia y al Teatro de la Ciudad.
Flores Tapia —como todos los ejecutivos del estado— compartió un año con el presidente que lo rescató del ostracismo y lo convirtió en gobernador, en buena medida por su cultura y dotes de orador. Tiempo suficiente para iniciar los grandes proyectos de infraestructura industrial, vivienda, salud y desarrollo urbano. A mi amigo don Óscar se debe la transformación de Saltillo. La oligarquía le impidió ser alcalde, pero, una vez en el poder, se le rindió. Y una vez en desgracia, por intrigas en Los Pinos y el choque de megalomanías (la del presidente López Portillo y la suya) le volvió a dar la espalda. Nada extraño, pasa cada fin de sexenio.
Entrevisté a Echeverría cuatro o cinco veces y contra su Gobierno protesté en La Laguna y Ciudad de México junto con otro amigo entrañable, Alejandro Gurza Obregón. En una de esas manifestaciones conocí, por Alejandro, a Manuel J. Clouthier, el Maquío (y en 2012, también por él, a López Obrador y a su esposa Beatriz Gutiérrez). El tándem Echeverría-Flores Tapia resultó exitoso para Coahuila. La inquina de López Portillo no impidió a don Óscar realizar uno de los mejores Gobiernos. La capital cambió a partir de su sexenio. Hablar del Saltillo de hoy sin recordar a Flores Tapia, a quien la ciudad le debe un homenaje, es una mezquindad. Equipararse con él, como lo hacen quienes se empeñaron en destruir al estado, es un disparate.