No es que alcanzara a verlo jugar muchas veces pero sí las suficientes para que lo mentáramos en el patio del colegio cuando algún muchacho abusaba del balón.
¿Te crees Beckenbauer?, le objetábamos. Lo mismo decíamos de Cruyff o de Pelé, aunque la diferencia del Kaiser consistía en la impopularidad de la demarcación defensiva.
Porque el central del Bayern y de la Alemania Federal jugaba en la retaguardia, pero fue el primero en aventurarse hacia adelante como un explorador en territorio hostil. Inventó él mismo la posición del líbero. O sea, futbolista libre de marca y de obligaciones defensivas cuando su equipo tenía el balón.
Y Beckenbauer lo subía con una suficiencia y una autoridad impresionantes. Y Beckenbauer colocaba la pelota en largo con la precisión de un francotirador. Cuestión de carisma, de arrogancia. Y de valentía. Los riesgos que contraía le salieron a devolver. Por la clarividencia de su juego. Y porque anotaba tantos goles como los evitaba en la gestión del marcador.
Puede que estemos tramitando aquí un expediente nostálgico e idealizado, pero me otorgan las razón los balones de oro y los títulos que conquisto Beckenbauer. No ya alzando la copa del Mundial de 1974 con esa camiseta blanca de manga larga, sino conquistando también como entrenador germano el campeonato de 1990.
Tendría que retirarse el número 5 no solo del Bayern, de la Mannschaft y del extinto Cosmos, sino de cualquiera otra camiseta, por mucho que Zidane y Bellingham y Busquets y Gentile le hayan concedido cierta tanta dignidad al dorsal.