«Antes la política se hacía a ras tierra; hoy, en los penthouse», me dijo en una entrevista el exgobernador Braulio Fernández Aguirre en Tierra Blanca donde cultivaba vid y nogal. La crítica de quien es reconocido como uno de los mejores y más respetados mandatarios de Coahuila explica en gran medida el divorcio actual entre los políticos y la sociedad. Al poder ya no se llega para servir y buscar el bien común, sino para procurar riquezas y placeres mundanos. La vasta obra pública en el sexenio de don Braulio, con un presupuesto limitado y sin hipotecar al estado, solo la explican el compromiso y la honradez acrisolada de un hombre cuyas pasiones eran su familia, la política y el campo.
«Es desconsolador pensar cuánta gente se asombra de la honradez y cuán pocos se escandalizan por el engaño», escribió Noël Coward, polifacético escritor, compositor y dramaturgo inglés. En este sentido, la profecía del presidente José López Portillo se cumplió: México devino en tierra de cínicos. Somos un país de pobres con una clase política venal y soberbia. Las burocracias partidistas sirven solo a las cúpulas y se olvidan del pueblo. Las fortunas fabricadas en el Gobierno se cuentan cual hazañas y el poder económico acoge a los nuevos ricos como si tal cosa. Los negocios y las complicidades forman lazos más sólidos incluso que los familiares.
En el manejo escrupuloso de los recursos públicos y en las largas jornadas de trabajo, don Braulio predicaba con el ejemplo. Su carrera es una historia de fracasos y éxitos. Recorrió el escalafón de abajo a arriba y fue todo: empleado del Departamento de Tránsito, tesorero municipal, dos veces alcalde de Torreón, diputado federal, gobernador, senador y director de la Comisión Nacional de Zonas Áridas. Jamás perdió la sencillez de hombre de campo ni se rodeó de guardaespaldas. Respetó la investidura de gobernador. Atendía sin poses doctorales a quien buscaba consejo, y concluido su ejercicio jamás se inmiscuyó en los asuntos de Gobierno. Sus hijos Braulio Manuel y Héctor Fernández se formaron en la escuela del trabajo, el orden y la disciplina.
Don Braulio me recibía en su casa con su inseparable puro y de vez en cuando desayunábamos en el restaurante de su elección. Cuando a los siguientes gobernadores las cosas les iban mal, sobre todo en La Laguna, se culpaba al «braulismo». Nunca respondió a las insidias ni a las provocaciones. «El braulismo, me dijo en Tierra Blanca, no existe. Es un invento para distraer, una forma de atacar a mi hijo Braulio. Es él quien está en la política. Mi tiempo ya pasó». Fue precisamente de Braulio Manuel —compadre mío, por cierto— la idea de publicar un libro para honrar la memoria de su padre. De sobremesa platicamos una infinidad de veces del proyecto, de quién lo escribiría y de su alcance.
Tristemente, Braulio falleció antes de que el politólogo e historiador Carlos Castañón Cuadros terminara la obra titulada «Braulio Fernández Aguirre. Gobernador de Coahuila: liderazgo político y empresarial». Enhorabuena, el plan lo retomó Salvador Hernández Vélez, rector de la Universidad Autónoma de Coahuila —institución que, antes de lograr su autonomía, recibió un gran impulso de don Braulio al dotarla de edificios en Saltillo, Torreón y otras ciudades—. El libro es un testimonio fiel de la vida, trayectoria y fecundidad de un hombre que enalteció la política, pero, sobre todo, sentó las bases de lo mejor que hoy es Coahuila.