Donald Trump fanfarroneó en su campaña presidencial de 2016 que podría dispararle a la gente en plena Quinta Avenida de Nueva York y no perder un solo voto. Tenía razón, no perdió uno, sino caudales. Hillary Clinton lo superó en las urnas por tres millones de sufragios, pero en el Colegio Electoral (CE) no alcanzó los votos suficientes para convertirse en la primera mujer en ocupar la Oficina Oval. Trump, como presidente, hizo algo peor que pegarle de tiros a los transeúntes: lastimó al país e hirió de gravedad a la democracia teóricamente más sólida del planeta.
Luego de perder la reelección por siete millones de votos populares con Joe Biden y de una decisión cerrada en el CE, Trump azuzó a sus simpatizantes a tomar por asalto el Capitolio el 6 de enero de 2021. La embestida provocó la muerte de cinco personas (cuatro civiles y un policía), heridas a 14 agentes de seguridad y la detención de medio centenar de agresores. El propósito era impedir que el Congreso declarara presidente al candidato demócrata, Biden. Trump debió ser destituido y enjuiciado por actos criminales y por poner en riesgo la transición pacífica. Sin embargo, la debilidad de las instituciones lo impidió.
Estados Unidos no se ha repuesto de la crisis poselectoral de 2020 y, de acuerdo con encuestas, todavía hay quienes se tragan como ruedas de molino las versiones del fraude inventado por Trump. Peor aún, el magnate inmobiliario podría repetir la hazaña de Groover Cleveland (1885-1889), único presidente que regresó a la Casa Blanca después haber perdido la elección inmediata para un segundo periodo. Algo inaudito en un país donde la verdad, el respeto a la ley y el ejemplo eran valores determinantes en el ejercicio del poder. Trump es la antítesis, pues ha mentido, defraudado y ocultado información. Seducidos por una retórica incendiaria, los adictos de este diletante político le perdonan todo. No miden las consecuencias de su apoyo, a veces irracional, a quien ha demostrado tan poco aprecio por la democracia y sus valores.
Lo mismo que algunos líderes de Europa y Asia surgidos en momentos de decadencia, descontento social y enfado contra la clase dominante y los políticos tradicionales, Trump emergió como la figura disruptiva con respuestas para la desesperanza y la promesa de revivir glorias pasadas. El resultado fue desastroso y en el futuro podría serlo de nuevo. En un mundo multipolar e interconectado, Estados Unidos es un jugador importante, pero no el único. Existen corrientes en favor del nacionalismo y el proteccionismo, mas no con la fuerza suficiente como para volver atrás.
Los principales problemas de los países están dentro de sus fronteras y por esa causa los imperios implosionan. Estados Unidos no es la excepción. El atentado del 13 de julio contra Donald Trump, en un mitin de campaña, no provino de fuerzas o enemigos extranjeros, sino de casa. De haber sido experto el tirador, Thomas Matthew, la historia habría cambiado. Un giro de cabeza del candidato le salvó la vida, pero el plan era asesinarlo. La descomposición social es mayor en los países desarrollados debido al exceso de estrés, a la insatisfacción personal —sobre todo entre los jóvenes, atrapados en la vorágine del consumo y del mercado— y a la falta de propósito. Los sucesos en Butler, Pensilvania, demostraron, una vez más, que no existe sistema de seguridad invulnerable.