La política perdió espontaneidad y humor para devenir en ejercicio acartonado y fatuo. El gobernador José de la Fuentes contaba una anécdota hilarante. En 1968 fue elegido para contestar el quinto informe del presidente Gustavo Díaz Ordaz. En medio del conflicto estudiantil y de los Juegos de la XIX Olimpiada, quién mejor que un exrector para cumplir semejante encomienda. De las Fuentes dirigió la Universidad de Coahuila en el periodo 1960-67, nombrado por el gobernador Raúl Madero y ratificado por Braulio Fernández. Conocida la noticia de que respondería el discurso presidencial, el diputado coahuilense acaparó los reflectores y recibió todo tipo de atenciones. El Estado Mayor le asignó escolta permanente y adondequiera que iba, lo seguía.
De las Fuentes ingresó el 1 de septiembre al Palacio Legislativo de Donceles como segundo hombre en importancia y salió como un diputado más. Los guardias desaparecieron y nadie se ocupó de él, contaba quien, 13 años más tarde, sería gobernador de Coahuila. Esperaba que, al abandonar el recinto, el chofer que lo había acompañado por semanas lo trasladara a su domicilio como última atención por el servicio prestado a la patria en esos momentos críticos. ¡Pero ni eso! Perdido entre el gentío, nadie se ofreció a ayudarle. Volvía a ser un político de a pie. El relato lo cerraba con una carcajada sonora. El currículum de De las Fuentes habla por sí solo del tiempo que los políticos de la vieja guardia tardaban en ser gobernador; y aun así no todos llegaban. En otra columna me ocuparé del discurso de De las Fuentes, anticipatorio de lo que sucedería un mes después en Tlatelolco.
La escuela de los políticos de antaño era la capital del país, donde estudiaban, hacían carrera y —con suerte— podrían conocer a quien más tarde sería presidente. Entonces regresaban a Coahuila con la gubernatura como en la bolsa, la mayoría de las veces a cerrar su ciclo político. Las cosas se invirtieron a partir de 1999, cuando los candidatos emanaron del estado. A excepción de Enrique Martínez, los siguientes gobernadores adolecieron de orejeras. Vieron al estado cual si fuera el centro del universo —o como El Dorado— e implantaron, según el estilo personal de cada cual, una autocracia.
Rubén Moreira ejerció el poder a su arbitrio. Su delirio de grandezas le hizo sentirse estadista. Hacía un gesto, y el Congreso decretaba leyes, prohibía las corridas de toros y le echaba tierra a la megadeuda. Chascaba los dedos, y el Tribunal Superior de Justicia hacía genuflexiones, dictaba sentencias e invertía fondos ajenos en Ficrea. Cortaba listones de obras inconclusas, y todo el mundo aplaudía. Sus declaraciones, casi siempre banales, eran nota de primera plana. Su iracundia llevó al hospital —e incluso más allá— a varios de sus colaboradores.
El ahora coordinador de la famélica bancada del PRI en el Congreso —como le sucedió a De las Fuentes tras sus 15 minutos de fama— pide respeto a la división de poderes, pisoteada en su Gobierno, y todo el mundo lo ignora. Habla de narcoelecciones y nadie se preocupa siquiera en recordarle las declaraciones de exmiembros de un cartel, en tribunales de Estados Unidos, sobre la protección de sus operaciones durante el docenio trágico («Control… Sobre Todo el Estado de Coahuila. Un análisis de testimonios en juicios contra integrantes de Los Zetas en San Antonio, Austin y Del Río, Texas», Clínica de Derechos Humanos de la Universidad de Texas, 2017). Siempre vale más ser cabeza de ratón que cola de león. Sobre todo en política.