Siempre que me voy de Nueva York, tengo la extraña convicción de que no voy a volver más, que la ciudad se me repite y ya conozco lo que hay que conocer
Siempre que he ido a Nueva York he tenido una sorpresa, por regla general, de carácter intelectual. Como si se me encendiera el bombillo de una sexto sentido que me indica la presencia de una epifanía de la que no me he dado cuenta.
Esa historia sorprendente, mezclada con la gente y su incesante griterío, la fascinación que siente esta ciudad por su propio frenesí, imparable e intratable, el constante ruido ensordecedor, se termina transformando en relato del recuerdo, escondido entre notas del viaje, lugares nuevos que han aparecido en mi viaje, paisajes extraños en los que, sin embargo, hay algo de un déjà vu indescriptible (como si hubiera estado allí alguna vez anterior o ese lugar me estuviera esperando para que yo pasara por allí).
A mis leyentes de los miércoles les conté la semana pasada el magnífico fenómeno que me milagrea en Manhattan: esas emanaciones de gente ya fallecida, a la que admiré mucho, pero que reaparece en carne y hueso, o como un holograma que no se sabe de donde ha salido. Una maravilla que dura un segundo, un instante inolvidable y difícil de repetir. Un regalo de la vida, entre la realidad y la ficción, entre la incredulidad y la verosimilitud. Un regalo plástico de una ciudad que es pura plástica, porque lo que no se vea en Nueva York no se ve en ninguna parte del mundo (tal vez, como excepción, y no siempre, en La Habana).
Tengo guardadas, entre la memoria y la escritura, decenas de relatos con los que me engaña el tiempo y mi propia memoria, aunque todos esos escritos y recuerdos son un buen volumen literario, un largo y variado relato de amor mágico y continuado.
Siempre que me voy de Nueva York, tengo la extraña convicción de que no voy a volver más, que la ciudad se me repite y ya conozco lo que hay que conocer: el champán con Pollock en el MoMA, el paseo por el Central Park, las ostras del Doc en la Tercera Avenida, el largo y lento camino por la Madison, trago tras trago, bar tras bar, como en aquella ocasión en que fui tan joven que me atrevía a recorrerlo con una Dulcinea recién conocida que a veces se me parecía a la Cenicienta; el tabaco encendido en la 42 con Quinta, viendo pasar el tiempo sentado en una silla delante de la Biblioteca Pública, hasta que aparece, por ejemplo, solitario y recogido, Orham Pamuk.
Tantas y tantas visitas, museos, plazas, el Hudson, Chinatown, y más allá Little Italy, lleno de gente, el hormiguero de Nueva York, interminable y lleno de una vida que cada vez veo más como espectáculo que como experiencia. He ido esta vez a dar una vuelta al Bowery.
En mi memoria hay un recuerdo de un Bowery destartalado, desolado, vacío, solitario, ventoso, lleno de peligros, sucio: un infierno en medio de Nueva York. Allí habitaban fantasmas sin manos, sin piernas, gentes ciegas, pobres definitivos, sin casa y sin alma, barridos por la guerra del Vietnam, restos todos del desastre, bebiendo latas de cervezas y calentándose con bidones de gasolina y leña, desechos de una sociedad en constante cambio. Eso era el Bowery hace cuarenta años.
Ahora ya no te asaltan los supervivientes heridos del Vietnam, expulsados de la sociedad de consumo, los restos del naufragio que te cuentan, por un par de dólares, el dolor de la hazaña de vivir la guerra, la locura, el infierno. Ahorita te asaltan los restaurantes renovados, la brillantez de las luces de los cientos de establecimientos que ofrece este Bowery de ahora. Te asaltan con una caja registradora de dólares y te cobran por sonreír, por respirar, por hablar, por existir, por cualquier cosa y por todo.
En la noche, Raul Gallo nos llevó a Saso y a mí al East Village, a un restaurante serbio. Hay música de la tierra, que espanta a los norteamericanos para que dejen el lugar a los serbios que llegan a recordar la patria lejana. No, no me siento patriota, como se siente la gente, patriota de su país; me siento lejano o cercano de la gente de cualquier país en esta ciudad y en todas; me siento extraño y extranjero en todos lados, menos en mi ciudad, a la que hoy regreso, Madrid.
En el Kafana, así se llama el lugar, con sus caracteres cilíricos, comimos cordero y ensaladas de queso; hablamos de Sarajevo, de Juan Goytisolo, de Tito, de Yugoslavia, de la religión y su constante llamada a las tribus para matarse delante del asombrado mundo que los ve destruirse enloquecidamente. Luego llegaron tres modelos, serbios, claro, falsas y bellas flacas de pierna larga, tacón alto, ojos profundos, alegres y claros. Sí, hablaban inglés y cantaban en serbio.
Ah!, como escribió el poeta, “qué joven fui yo un día”. A veces, me lleva la vida hasta un nuevo recuerdo, alguna aventura inalcanzable que ya no podrá olvidar, no sé por qué, para nunca jamás. Así es la vaina: lo recuerdo y lloro.