La sucesión presidencial se convirtió en un quebradero de cabeza desde que el mandatario de turno dejó de ser el fiel de la balanza, como José López Portillo llamó al dedazo. La cosa funcionaba más o menos así: el presidente elegía a su delfín entre sus colaboradores o amigos más cercanos, el PRI lo destapaba y todo el mundo se alineaba. El juego se mantenía oculto con una serie de artificios. Listas con los nombres de los suspirantes se deslizaban a la prensa para confundir al público y a la clase política. El ritual era acompañado de acertijos, señales y mensajes crípticos. Un descuido, un desaire o un guiño presidencial podía encumbrar o sepultar.
Identificar al «tapado» era más cuestión de suerte. Los seguidores de los aspirantes recurrían al descarte, escudriñaban archivos, revivían historias y se zambullían en las hemerotecas. Fue así como se desenterró el asesinato de una trabajadora doméstica —menor de edad— cometido el 18 de diciembre de 1951 en la colonia Narvarte de Ciudad de México. La intención era retirar de la carrera presidencial de 1988 a Carlos Salinas de Gortari.
Decidir la sucesión marcaba el punto de mayor poder del presidente y su decadencia al mismo tiempo. En 1976, Luis Echeverría encomendó la tarea de abrir la baraja a su secretario de Recursos Hidráulicos, Leandro Rovirosa Wade, tabasqueño, para más señas. Los seis destapados, fueron, en orden de prelación: el secretario de Gobernación, Mario Moya; el de Trabajo, Porfirio Muñoz Ledo; el de la Presidencia, Hugo Cervantes; el de Reforma Agraria, Augusto Gómez Villanueva (uno de los pocos dinosaurios de la época aún activo); el de Hacienda, José López Portillo; y el director del Seguro Social, Carlos Gálvez Betancourt.
La corcholata favorita de Wade era López Portillo, quien antes se había desempeñado como director de la Comisión Federal de Electricidad. El comentario se lo hizo al cubano Raúl Castro, representante de su hermano Fidel en uno de los últimos informes de Echeverría, frente a dos testigos: el propio López Portillo y el mismísimo Andrés Manuel López Obrador. Rovirosa recibió en premio la gubernatura de Tabasco y nombró a AMLO delegado del Instituto Indigenista. El caudillo de la 4T rescató la historia en una de las ruedas de prensa de agosto pasado, y sobre ella escribe Sergio Venegas Alarcón en «Plaza de Armas. El portal de Querétaro» (26.08.22).
Político a la vieja usanza, AMLO tomó el término de corcholatas, acuñado por Rovirosa, y lo aplicó a Claudia Sheinbaum, Marcelo Ebrard, Adán Augusto López, Ricardo Monreal, Gerardo Fernández Noroña y Manuel Velasco (también seis). Si en la sucesión de 1976 los favoritos de Echeverría eran Moya (colaborador) y López Portillo (amigo), hoy los preferidos de AMLO son Sheinbaum y Ebrard. Los demás sirven de comparsa.
Sobre los perfiles destapados por Rovirosa, el entonces gobernador de Guerrero, Rubén Figueroa, vociferó: «La caballada está flaca». Sin embargo, con Muñoz Ledo y Gálvez Betancourt, no lo estaba tanto. Famélica la de hoy, sobre todo la del Frente Amplio por México (máscara de la partidocracia y de los poderes fácticos). Francisco Javier García Cabeza de Vaca (PAN) y Silvano Aureoles (PRD) causaban espanto y por eso quedaron fuera; Santiago Creel y Enrique de la Madrid (ya descartado) invitan al bostezo. Xóchilt Gálvez está muy lejos de ser una lumbrera y Beatriz Paredes, acaso la más sólida, perdió hace tiempo el último tren.