Los países de América donde el voto es obligatorio y hay segunda vuelta los índices de participación en las elecciones generales (para presidente y Congreso) son más altos. Bolivia (88.4%), Chile (85%) y Ecuador (82%) descuellan en el primer grupo; y en el segundo: Brasil (79%), Argentina (77%) y Perú (74.5%). El caso boliviano es paradigmático. Tras la crisis política de 2019 que forzó la renuncia de Evo Morales, su exministro de Economía y Finanzas Públicas, Luis Arce, de Movimiento al Socialismo (MAS) ganó la presidencia con un cómodo 55. También destaca la elección del brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, en 2022, para un tercer periodo. El fundador del Partido de los Trabajadores salió de prisión, donde permaneció año y medio por una artimaña judicial de Sergio Moro, para derrotar al ultraderechista Jair Bolsonaro por un margen estrecho.
Honduras, Paraguay y Uruguay son los demás países con sufragio obligatorio. En México es un derecho cuyo ejercicio es opcional. El voto forzoso pretende abatir el abstencionismo y reducir los riesgos de fraude. Podría pensarse que las elecciones más participativas en México fueron las de 2000, cuando el PRI perdió por primera vez la presidencia. Sin embargo, ese año la concurrencia bajó 14 puntos con respecto al proceso previo (1994). La participación promedio en los tres últimos comicios generales fue del 61.3%.
Un año antes de las elecciones de la tercera alternancia (2018), México lideraba la lista de países con mayor abstencionismo (arriba del 36%). Una declaración del secretario general de la ONU, António Guterres, en el Foro Económico de Davos 2024, explica en parte la creciente decepción ante las urnas: «La gente en todas partes está perdiendo la fe en los Gobiernos, instituciones y en los sistemas económicos y políticos». La advertencia confirma también, de alguna manera, la tesis de Thomas Piketty. En su libro Una breve historia de la igualdad (2021), el economista francés dice que si el mundo es hoy menos desigual, no se debe a las clases dominantes, sino «gracias a una serie de revueltas, revoluciones y movilizaciones políticas a gran escala» («Antes de que sea tarde», Lorenzo Meyer, El Siglo de Torreón, 31.03.24).
Fredy Barrero, vicedecano de la Escuela de Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Sergio Arboleda (Colombia), observa sobre el abstencionismo: «Desde hace décadas se viene hablando de una crisis de la representación política, que tiene como señales un alto grado de desafección por parte de los ciudadanos hacia los partidos. Dicha desafección tiende a estar asociadas a que la democracia no ha cumplido con aquellos temas que buscarían mejorar el bienestar». Otro elemento son «los grandes escándalos de corrupción en los que se han visto envueltos los políticos que dejan entrever que sus intereses tienden a estar más concentrados en un lucro personal, que en generar respuestas a situaciones socialmente problemáticas» (Infobae, 28.11.17).
Las declaraciones de Barrero fueron antes de que Morena ganara las elecciones generales de 2018. En el triunfo de la izquierda contribuyeron factores como: la venalidad política, el descrédito de los partidos tradicionales (PRI, PAN y PRD) y la falta de oposición. Asimismo, el liderazgo carismático de Andrés Manuel López Obrador, a quien el 53% considera honesto (Reforma), cuya agenda está centra en los «más pobres». La alianza opositora no hizo nada para granjearse el voto de las clases populares. Seis años de crítica sistemática y vacía de propuestas tienen a la vieja partidocracia al borde del colapso.